EN LA SUPERFICIE

Cuando me acepto tal como soy, entonces puedo cambiar

Carl Rogers

 Vivimos apenas en la superficie de nosotros mismos. Ni siquiera hemos entendido lo básico: el hecho de que esencialmente somos conexión. Por el contrario, nuestras sociedades, en su mayoría, están básicamente orientadas a privilegiar el individualismo, es decir, la separación. Por eso, en lo formal y en lo fáctico, privilegiamos a la persona sobre la colectividad.

Desde esa superficialidad de nosotros mismos, hemos concebido a la colectividad como patrimonio personal o una amenaza; es decir, los demás están ahí para sernos útiles o para hacernos daño.

Como nos hemos creído el cuento de que somos únicos y distintos, nos relacionamos desde las coincidencias, pero nos auto referenciamos desde las disidencias, lo que da como resultado una desconfianza primordial en el otro, a través del cual, paradójicamente, queremos encontrarnos y complementarnos. Por supuesto, acabamos no pudiendo, justamente porque lo consideramos diferente.

Es la clásica relación entre egos, que no permite la de almas. La diferencia entre ambas es que en la primera “yo soy yo” y en la segunda, como dijera Schopenhauer, “yo soy los otros”. Distinción fundamental para que la humanidad corrija el rumbo y no acabe consigo misma.

Desde la perspectiva del individualismo, confundimos la dignidad personal con la imagen que creemos tener ante otros y la que tenemos de nosotros mismos.

Esta confusión, causa de grandes tensiones emocionales, es básicamente el origen de la destructiva incongruencia humana. Así que un paso necesario para encontrar la indispensable armonía para la realización personal y colectiva, es discernir la diferencia entre estos tres aspectos de la personalidad humana.

Mientras la dignidad nos es inherente a cada uno de nosotros y a todos juntos por el simple hecho de existir, la imagen que creemos tener ante otros es producto de nuestra necesidad de pertenecer y la que tenemos de nosotros mismos es resultado, primordialmente, de lo que nos hicieron creer de niños que somos: listos o tontos, hábiles o torpes, bellos o feos, suficientes o insuficientes, merecedores o no merecedores, etc.

La dignidad no se gana, se nace con ella. A diferencia de lo que culturalmente predominaba de la primera mitad del siglo pasado hacia atrás, cuando se consideraba a la dignidad como un merecimiento debido a logros materiales, académicos, jerárquicos o cualquiera que fuera la cualidad distintiva en el momento y lugar, hoy se le concibe como el conjunto de derechos fundamentales, es decir, humanos, que cualquier persona posee por el simple hecho de serlo y que, por tanto, deben ser reconocidos y respetados de origen. Es importante tener claro, además, que los derechos a la propia imagen, al honor y a la intimidad son parte de la dignidad humana, no la dignidad misma.

No obstante, bajo el viejo paradigma, las personas pueden sentir su dignidad ofendida cuando no dan una buena imagen a otros, o no al menos la que quisieran dar, porque eso refuerza la mala imagen que tienen de sí mismos.

Veamos un ejemplo común: hay personas que sienten “indigno” o “deshonroso” de su parte pedir dinero regalado cuando se encuentran en mala situación económica, aunque existan altas posibilidades de que lo reciban, de manera que prefieren pedir prestado, sabiendo que no podrán pagar.

En realidad, cuando piden prestado, el objetivo es dar una imagen de confiabilidad para obtener lo solicitado, mientras descartar la vía del regalo lleva el propósito de evitar ser humillado; es decir, de proteger el orgullo que se confunde con la dignidad. “Mejor en deuda económica que moral”, susurra la soberbia.

Para cuando quede claro que no pagarán, ya habrán armado, para el acreedor y para sí mismas, una serie de justificaciones que impidan un mayor deterioro de su autoimagen y el molestísimo remordimiento.

Pagar, por cierto, tampoco tiene que ver con la dignidad.

Así pues, sepa que detrás de sus buenas o malas acciones su dignidad sigue intacta. Ni se disminuye ni aumenta.

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Autor

El Heraldo de Saltillo
El Heraldo de Saltillo