EL VERDADERO ASESINO SILENCIOSO

 

Todos los errores humanos son fruto de la impaciencia

Franz Kafka 

El estrés mata. Eso ya no está en duda. Lo que todavía no está claro es por qué lo prolongamos –prácticamente nos aferramos a él–, más allá de las dificultades que lo producen, hasta prácticamente “reventar” nuestro cuerpo y nuestra mente.

Existen, ciertamente, múltiples circunstancias externas para que el estrés sea casi omnipresente en nuestra vida. En general, “vivimos apurados”, por los demás y por nosotros mismos, lo que produce un estado de constante alteración nerviosa.

Internamente cambia el panorama. Pocas tensiones emocionales nos mantienen en estrés, pero son muy difíciles de combatir si estamos acostumbrados a vivir la vida “en la superficie” de nosotros mismos, de nuestro infinito e ignoto cosmos de pensamientos, emociones y reacciones.

Entre esas tensiones, la producida por la impaciencia es la madre de todas, la que nutre todo lo que nos ayuda a mantener el estrés como nuestra principal ancla a la vida, la causa de que el ser humano fuera expulsado del Paraíso, como reflexionara Franz Kafka en sus “Consideraciones acerca del pecado”.

Pensemos en el paraíso, en términos alegóricos, como la paz y la armonía con nosotros mismos y con todo lo que nos rodea; sin la autoexigencia y el reproche constante por no ser perfectos, suficientemente bellos e inteligentes para ser valiosos. Paz y armonía que nos permitan comprender a la naturaleza y coexistir con ella sin sentirnos ajenos, amenazados.

Esa paz sería un estado de calma casi constante, que solo se perdería en episodios esporádicos de estrés por situaciones ante las cuales debemos estar alerta hasta que pase la perturbación o el peligro, para volver después a nuestra armonía interior.

Sin embargo, se trata de una calma que, en primera instancia, debe ser un propósito, después un proyecto y finalmente un trabajo, porque lo normal es que todos vivamos en casi permanente alteración nerviosa, con prisa interna, con ansiedad. Todo lo queremos ya, cuanto antes, rápido, sin obstáculos, sin esfuerzo o con apenas el mínimo.

Necesitamos “saber” las cosas ahora mismo, para controlarlas mentalmente y así dejar de preocuparnos. Como si pudiéramos hacerle trampa a la vida. No nos damos cuenta de que en vez de prever catástrofes, las estamos invocando.

La impaciencia está reforzada por la química corporal. Si no nos quitamos el piloto automático en las mañanas, con algún ejercicio de atención plena que dure cuando menos un minuto, nuestro cuerpo pedirá y nuestro cerebro producirá las sustancias que nos van a alterar los nervios, porque así es como acostumbran funcionar.

Ni cuenta nos daremos de que estamos comenzando la vida, cada mañana, llenos de impaciencia, atrayendo imprevistos ante los que reaccionaremos con intolerancia, frustración, irritabilidad y, en general, sufrimiento e infelicidad.

Todo esto porque hemos perdido contacto con nuestro ritmo interno, y desde la impaciencia y la prisa queremos forzar a la vida. De niños fluíamos. Sabíamos cómo. De adultos vivimos anticipándonos a las situaciones de una forma acelerada.

La impaciencia es el asesino silencioso en realidad. Tanto, que no lo detectamos. Pero hay por supuesto manera de hacerlo, escuchando la más estruendosa de sus voces: la preocupación, que es justo la forma más cotidiana, familiar y poderosa que tenemos de anticiparnos al futuro con negatividad.

La preocupación es esa actividad mental frenética con la cual pretendemos poner todo en orden en nuestro cerebro para “resolverlo” ya, o simplemente permanecer generando adrenalina para darle al cuerpo la sustancia con la que está acostumbrado a funcionar, como el combustible de un automóvil.

Por todo esto es que la paciencia no es cuestión de “resistir”, porque eso es una expectativa de que todo venga o acabe pronto, o sea, impaciencia; tampoco es simplemente esperar, sino aquello que hacemos internamente mientras esperamos, para estar en calma y felices, como confiar en que sea cual sea el resultado, será el que nos convenga, aunque no sea el que queremos.

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El Heraldo de Saltillo
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