El mundo se cimbró con el asalto al Capitolio de Estados Unidos ocurrido el miércoles, y no únicamente por tratarse de un evento inédito de violencia en la sede de las dos Cámaras del Congreso del vecino país, sino también –y quizá principalmente– por qué fue el propio presidente en funciones, Donald Trump, quien instigó la rebelión en un intento por impedir la sesión en la que se reconocería el triunfo de su oponente en las elecciones de noviembre anterior, Joe Biden.
Vaya, el presidente de la potencia americana puso a su país al nivel de las más frágiles e inestables democracias del mundo. Dicen los especialistas que no se trató en sentido estricto de un golpe de estado, pero aún así lo ocurrido no es poca cosa.
Diversos analistas consideran era previsible que el discurso incendiario mantenido por Trump desencadenara acontecimientos como los ocurridos el miércoles, que sin embargo sorprendieron al mundo. No era inesperado, sino inevitable, dicen.
Ante estos hechos, hoy más que nunca es importante estar atentos a las señales, y evitar que en el futuro se repitan este tipo de sorpresas.
El año que inicia será de intensidad política, no únicamente en México sino en todo América Latina. Entre febrero y noviembre habrá elecciones presidenciales en cinco países.
Ecuador va a las urnas en febrero; Perú en abril; Chile, Honduras y Nicaragua lo harán en noviembre, mientras que México y Argentina tendrán elecciones legislativas de medio término.
Si un gusano llega, dicen, puede pudrir toda la manzana. Debemos cuidar que lo ocurrido en Estados Unidos no sea el gusano que eche a perder todo el vecindario, que no caigan otros actores populistas en la tentación de imitar a Trump cuando los resultados en las urnas no les favorezcan.
Escenas como las que vimos el miércoles en el Capitolio no nos son del todo desconocidas a los mexicanos. La turba irrumpiendo en el edificio, la bandera confederada ondeando en el vestíbulo, el patán allanando la oficina de la líder de la Cámara de Representantes posando para la foto con los pies sobre el escritorio, ¿qué tan diferentes son del plantón en Reforma de quien se decía «presidente legítimo» en 2006, de la entrada de Ramírez Cuéllar al Senado montado en un caballo, o de los escándalos públicos de sujetos hoy encumbrados en el poder como Fernández Noroña?
Ese afán por socavar a las instituciones que muestra Trump en el ocaso de su gobierno, ¿no es el mismo que vemos aquí en México todos los días, y también orquestado desde el centro del poder?
Cuidado, entonces.
Pablo Hiriart, en El Financiero, escribió respecto a lo ocurrido en Estados Unidos:
«Los discursos incendiarios de los presidentes, provocan incendios. Eso pasó ayer.
El presidente acusa que complotan contra él para hacerlo fracasar, y despierta el odio de sus ‘buenos’ contra los ‘malos’. Eso pasó ayer.
Si el presidente miente todos los días, algunos le creen a pie juntillas y renuncian a pensar por sí mismos, y actúan cegados por el fanatismo. Eso pasó ayer»…
Y abunda: «Así funcionan los liderazgos de megalómanos que se sienten iluminados… Por eso es importante impedir, a través del voto, que lleguen al poder. O quitarlos con los instrumentos de la democracia, antes de que se apropien de los poderes del Estado y sea imposible sacarlos por las vías legales».
Precisamente los instrumentos de la democracia a los que alude Hiriart, son los que tenemos a la mano los mexicanos este año en que las elecciones de junio se nos presentan como la última oportunidad de poner un freno por la vía institucional a este mal al que abrimos la puerta en 2018.
Depende de los ciudadanos. No esperemos que la solución venga de otro lado.
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