EL MESÓN DE SAN ANTONIO

  

En pandemia no saben igual las cosas

El matrimonio es, sin duda, una gran ilusión. Es el único sacramento de la religión católica que se elige a voluntad, porque los demás son impuestos y no hay forma de renegar de ellos. El bautismo, la comunión, la confirmación, la muerte se registran y ya, pero para el matrimonio nos preparamos con gran ilusión.

En Saltillo, dice Jesús de León en su libro “Semidesiertos”, que “el matrimonio es un acontecimiento sobre todo si los contrayentes son jóvenes, se vislumbra en ellos un horizonte de trabajo y solidaridad, también se avizoran hijos que prolonguen la descendencia y el orgullo de los padres; es pues de un futuro amplio y como dije, de mucho trabajo”.

Es un mito y un rito que se lleva a cabo con júbilo y entusiasmo. Hasta antes de la pandemia actual muchas de las prácticas eran excesivas, aunque se justifica por ser el evento por antonomasia, en el que se exhibe ante la sociedad a la pareja contrayente con espacio, casa y prestigio nuevo. El matrimonio es una gran industria. El juez y/o el sacerdote encabezan una parafernalia llena de detalles que llegan como un flagelo a la economía de los padres de novia. La ilusión es dejar a la hija bien casada, por eso no escatiman en el evento.

Hasta hace poco venían los primos de México u otras ciudades, eso era muy especial pues en la mayoría de los casos tenían más de 20 años sin verse; esta concurrencia traía en ocasiones problemas pues hacían estropicios en las casas asignadas o en el hotel, del que se querían llevar a escondidas las toallas, la almohada o bien, no querían pagar el servicio de cuarto. Aunque eso ya era asunto de otro, repercutía en los gastos de la boda, pues querían achilangar el festejo.

El sacrificio significaba cuánto afecto podía imprimirle al acontecimiento. La mamá lloraba de emoción máxime si se casaba en los salones lustrosos del Casino, la boda perfecta era en la Catedral y de ahí entre arroces, pétalos de flores, burbujas y sonidos de campanitas llegar a pie al suntuoso salón principal. Por supuesto, antes celebrarían el civil en el Salón las Reinas. Hasta aquí llevo más de los ahorros, faltan los pagos de flores, el banquete, la música, las fotografías, la bebida, pero ¡qué felicidad!, ¡qué bueno que tus hijas salieron bien casadas! La encrucijada de sentimientos flotaba y ponía a los padres a flor de llanto.

¿Verdad que se ve muy bonita? ¡Parece princesa mi bebita!

El matrimonio debía hacerse a tiempo para ver crecer a los hijos como Dios manda. Verlos casarse aquí en su propia tierra es mejor que esas modas de irse a la playa en donde es más el gastadero. ¡Esta alegría no tiene precio! Hasta la mamá de la novia tomaba su actuación estelar, los compadres se regodeaban entre las copas y los amigos brindaban palmaditas de aprobación.

Pero llegó la pandemia y mandó parar todo: no eventos presenciales, sana distancia, cubrebocas, gel desinfectante, y cero reembolsos. Y es que, tengo amigos jóvenes que habían planeado su boda este año, los que se casarían en abril lo pospusieron a septiembre, los que tenían pensado noviembre lo hicieron, pero con una muy reducida convivencia. Los otros aún no definen qué harán.

Lo que sí no es correcto es morirse en esta época. Semana a semana se siguen acumulando los decesos, inmisericordemente; visto de esta manera, casarse con sus limitaciones no es tan tan malo, yo acortaría la ceremonia, recordando el poema de Benedetti:

Tus manos son mi caricia

mis acordes cotidianos

te quiero porque tus manos

trabajan por la justicia

si te quiero es porque sos

mi amor mi cómplice y todo

y en la calle codo a codo

somos mucho más que dos

Autor

Alfonso Vazquez Sotelo