Mahahual, un rinconcito mágico del Caribe mexicano
Esa sensación inexplicable de pasar de un estado de ánimo acelerado, lleno de estrés y emociones mezcladas a una tranquilidad completa, con su respectiva respiración calmada y armónica, es el resultado de un camino verde, nutrido de vegetación, lleno de humedad, de 142 kilómetros o casi dos horas de recorrido, que acompañadas con unos fríos, casi congelados refrescos, nos ha dejado llegar a Mahahual desde el mismísimo Centro de Chetumal, donde rentamos un automóvil para poder emprender esta travesía.
Un pequeño auto coreano, de esos que parecen de juguete, pero que realmente son muy cómodos, al menos para cuatro pasajeros, es nuestro vehículo para trasladarnos a un nuevo paraíso, que de a poco va irrumpiendo un faro blanco en el verdor de la carretera de dos carriles, uno de ida y otro de vuelta, señal que nos permite pensar en un almuerzo adecuado e imaginarlo recién salido del mar.
Antes del faro, apenas unas cuantas casas blancas rompen la monotonía de la mirada, que ya está cansada de tanto verdor y espera un poco de azul celeste para retomar la tranquilidad, el mismo color que seguramente llevará implícitos los sonidos de olas rompiendo en la playa.
La salida de Chetumal no fue tan tempranera, considerando que la distancia a nuestro destino no era mucha, así que planeamos el viaje para llegar con hambre y sed, comenzar la visita con comida, bebida y posteriormente disfrutar de las aguas tibias y cristalinas, que a lo lejos se perciben celestes e imponentes, regalo seductor para los que amamos esa tonalidad marina.
El Faro de Mahahual es nuestra primera escala, tan solo como un modelo fotográfico, se yergue majestuoso ante nuestra contemplativa mirada. Unos cuantos retratos son obligados para preservar el momento, con la calidez y emotividad que la misma construcción -que sirve de guía a los navíos en la noche- transmite a quienes la vemos de cerca y luego de lejos.
Un pequeño andador que en realidad es el Malecón, lleno de negocios de comida, nos recibe con los brazos abiertos y los estómagos vacíos, listos para la primera comida, tan solo después de un café de máquina y un pequeño pan, que solo sirvió para mantener a nuestros apetitos en estado Zen.
Desde que llegamos a la zona comercial de Mahahual, no he podido dejar de mirar el atípico comportamiento del agua, que a muchos metros de distancia, rompe la ola, provocando que la corriente marina llegue a la playa con mucha parsimonia, casi como la que el ambiente mismo proyecta al visitante, pareciera un río con poco afluente, que se abalanza cadencioso a la playa de arena blanca, tan típica de esta zona del país.
La necesidad nos hace detenernos en El Tropicante, un restaurante que está frente a la playa -como prácticamente todos-, por escuchar el comentario de alguien que caminaba delante de nosotros, en el que se refería a este lugar como un comedor hippie, lo cual nos llamó la atención y como estábamos cerca, fuimos a constatarlo, para llevarnos una grata sorpresa.
El lugar no es nada del otro mundo, sin embargo, la comida resultó un gran deleite. Todos pedimos productos marinos y nuestras respectivas cervezas bien frías para compensar el clima. Mi platillo fue una hamburguesa de camarón, que verdaderamente estaba espectacular, acompañada de un aderezo dulzón, que contrastaba con armónicamente con la carnita rosada.
La digestión está lenta y necesitamos acelerar el proceso para poder sumergirnos en la aguas tranquilas y llenas de vida de Mahahual, así que comenzamos una nueva caminata por el Malecón, se trata de ver los negocios, de recorrer de un lado a otro el andador.
A unos minutos de comenzar la caminata, helados de muchos colores y sabores nos hacen ojitos y volvemos para compartirlos. El clima exige algo frío. Karina y yo pedimos un napolitano y Roberto e Irma uno de fresa, todos quedamos satisfechos con el sabor y la cantidad. Los devoramos mientras seguimos con la caminata, porque la necesidad de conocer siempre está presente en los viajes.
Llegamos a un punto en que es imposible mantenerse fuera del agua, la humedad, el calor y el sonido de las olas invitándonos a sumergirnos en esta parte del Caribe nos llevan a la orilla y decidimos mojarnos los pies y luego entrar de lleno. La sensación es celestial, refrescarse así, en estas condiciones, es un goce que propios y extraños disfrutan por igual y nosotros lo hacemos durante un par de horas.
Salimos del agua para hidratarnos y decidimos llegar a comer a Playa del Carmen, donde ya nos esperan algunos amigos, encabezados por Ricardo, nuestro anfitrión de toda la vida. Decidimos salir de este hermoso rincón quintanarroense, para emprender de nuevo el viaje por carretera, antes de que la noche llegue y nos encuentre a medio camino.
Sin duda un lugar lleno de esplendor, belleza natural, gran atención al turismo, pero sobre todo con una magia natural que envuelve al visitante desde su llegada hasta su partida.
Recuerde que viajar es un deleite y más cuando se hace en compañía. Lo espero en la próxima Crónica Turística y le dejo mi correo electrónico para cualquier comentario o sugerencia trejohector@gmail.com
Autor
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Periodista, escritor y catedrático. Lic. en Periodismo y Comunicación Colectiva por la UNAM y actualmente maestrante en Comunicación por la UACH.
Titular de columna "Cinematógrafo 04". Imparto Taller de Micrometrajes Documentales, así como el Diplomado en Cine y Cultura Popular Mexicana.
Ganador del premio a la investigación Ana María Agüero Melnyczuk 2016, que otorga la Editorial argentina Limaclara
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