CRONICAS TURISTICAS

Santuario de Plateros, un oasis espiritual en el pico del desierto

La noche es siempre una ingrata compañera de los viajeros, bueno solo de algunos. A los que no nos agrada para viajar, usualmente padecemos un insomnio digamos del tipo “carretero” que nos provoca el camino. La incomodidad de trasladarnos largas distancias sentado, viendo avanzar las manecillas del reloj, sin poder levantarse y caminar, para mantener nuestros músculos alertas es un gran desafío.

Viajar al desierto parece ser un desahogo espiritual para muchos, aunque nosotros nos colamos, por el simple gusto de viajar, aunque somos respetuosos de sus creencias y necesidades anímicas y por ello, simplemente nos mimetizamos entre los viajantes, que en esta ocasión tienen como destino el Santuario de Plateros, en el municipio de Fresnillo, Zacatecas, donde visitaremos al famoso y milagroso “Niño de Atocha”.

Las primeras 2 horas y media se pasan rápido, casi son imperceptibles. El camino es siempre el mismo cuando uno es pasajero. El autobús, aunque con algunos distintivos de comodidad, con el paso del tiempo se va convirtiendo en un bloque de concreto, sobre el que estamos sentados, nuestros glúteos van perdiendo confort y poniendo a nuestro cerebro en un gran aprieto, pues le generan la maldita “incomodidad viajera”, aquella que se siente, con tan solo pensar que serán aproximadamente 9 horas de recorrido y más de 660 kilómetros de distancia.

Después la primera escala en un parador turísticos del estado de Querétaro, donde prácticamente todos bebían café -aunque les quitara el sueño- con el pretexto de que la bebida caliente les ayudaría a subir la temperatura a sus cuerpos forrados de ropa abrigadora, retomamos el camino. Otras 2 o 3 horas en vela, tratando de conciliar el sueño, hasta que el aburrimiento y la monotonía de las imágenes que se percibían por la ventana del bus, permitieron a mi cuerpo caer en un sueño profundo.

Un leve dolor de costillas por la posición en la que estaba durmiendo, me hizo abrir los ojos y percibir una luz celestial, que provocaba un contraluz enorme en una figura humana, que me miraba mientras mis ojos se adaptaban a la intensidad luminosa de la mañana, al sol agudo que entraba por la ventana y que me deslumbraba mientras Kary se acercaba a mi para decirme que ya habíamos llegado a Fresnillo, aunque aún había que caminar unos 500 metros para entrar al Santuario del “Niño de Atocha”.

Estamos en el desierto y un camión local de carga que pasaba en frente de nosotros nos lo recuerda, pues deja una inmensa cortina de polvo, mientras descendíamos del bus que nos llevó a Fresnillo, parecería que eso era nuestra bienvenida.

Caminamos primero en forma descendente y luego hacia arriba, pasando entre los puestos de dulces, comida y artesanías religiosas. Los vendedores de la zona recién están abriendo sus locales, aunque los que ya se encuentran en sus lugares, no dejan de pregonar sus productos y se nos acercan muy insistentes para que compremos las coloridos mercancías que traen en mano, rebajando el costo incluso a la mitad, con tal de cerrar la venta.

México es un país muy espiritual y la religión católica es la preponderante entre la sociedad, situación que se refleja entre los locales que dejamos atrás. Por un lado, imágenes de la Virgen de Guadalupe, por otro del Santo Patrón de la región, el “Niño de Atocha” que, haciendo memoria, en algún lado leí que era a quien se encomendaba el finado narcotraficante colombiano Pablo Escobar Gaviria y toda su familia.

Pasamos las trincheras de la vendimia y conseguimos llegar por fin al Santuario de Plateros, la entrada coronada con un arco color arena y una pequeña explanada llena de escaleras, que nos permiten ir ascendiendo de a poco para ver la entrada del templo, donde ya se acumula la gente que, como nosotros, vienen a rendir su respeto al “Niño de Atocha”.

Algunos rostros serios y hasta llenos de nostalgia caminan cerca de nosotros para ingresar a la iglesia, otros muy animados por el viaje, sonrientes, incluso bromeando en voz baja para no interrumpir las oraciones de quienes ya se encuentran dentro del recinto, acompañan un coro en voz baja que pareciera salir de las bocinas colgadas en la pared, todas las voces juntas, tanto oraciones como platicas y hasta llantos de niños pequeños se mezclan para matizar el ambiente sonoro.

Nos sentamos junto con el resto de los amigos y familiares con quienes hemos viajado, algunos vienen a cumplir con alguna manda, otros a pedir algún favor al milagroso santo patrón, nosotros venimos a apoyarlos, a brindar nuestros respetos.

Salimos por un costado y vemos que hay una zona bastante amplia donde los feligreses pegan hojas en las que narran el milagro que recibieron del “Niño de Atocha” y narran con fotografías, dibujo o simplemente con palabras, la forma en que recibieron sus favores. Aunque por simple respeto, es complicado contar alguno de ellos, incluso por privacidad.

Salimos del Santuario con el único propósito de desayunar, pues un viaje tan largo he propiciado hambre y mucha. Urge un café para terminar de despertar, algo de comida para seguir caminando y recuperar energías, agua para rehidratarnos, en resumen, es hora de alimentarse.

Caminamos un poco y llegamos a la zona de comidas y lo primero que llama a mi olfato es un cazo de cobre que vaporiza abundantemente. Se trata de carnitas -carne de cerdo frita en manteca, marinada con especies y que se sirve en tacos- que sin duda pedimos la prueba. Nos ofrecen un poco de costilla que está verdaderamente buena, así que compramos 2 tacos cada quien, Karina uno de costilla con cuerito y otro de maciza, yo los dos de maciza con cuerito, los cuales acompañamos con cilantro, cebolla y limón y los pasamos con un refresco de cola.

Terminaremos de comer y habrá que viajar para otro destino, pero eso será materia de otra Crónica Turística.

Recuerde que viajar es un deleite y más cuando se hace en compañía. Lo espero en la próxima Crónica Turística y le dejo mi correo electrónico para cualquier comentario o sugerencia trejohector@gmail.com y lo invito a seguirme en Spotify en Crónicas Turísticas y La comida nuestra.

 

Autor

El Heraldo de Saltillo
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