VÍCTOR BÓRQUEZ NÚÑEZ
Fórmula agotada, exacerbación de la violencia latente en el seno de la sociedad más reaccionaria estadounidense (léase fascismo encubierto), esta parece una película perfecta para la era Trump: solo merecen vivir los que maten por su vida. En pocas palabras, una receta que se convierte en rutina y una doble lectura que merece más atención, no por sus méritos cinematográficos –que no los tiene- sino por lo que se logra deducir de su retorcido argumento.
No es un misterio para nadie: cuando una idea funciona, en especial en el aspecto económico, léase vender entradas, pronto comienzan las segundas, terceras y cuartas partes, es decir, las ideas escasean. Aparte de esto, como ya es frecuente en el cine comercial de estos días, aparte de las secuelas, en el panorama actual del cine de mera entretención inventan como sea la llamada precuela, esto es, lo sucedido antes del filme original que da inicio a la saga.
Inevitablemente esto le tenía que suceder a la muy inquietante “The Purge”, bautizada para América como “La noche de la expiación”.
¿Qué es lo nuevo de este filme? Casi nada.
Igual que en las anteriores, se parte sabiendo respecto de la matanza que ocurre un día al año, amparada por una ley aprobada por el recién formado partido gobernante en los Estados Unidos, denominado como Nuevos Padres de la Patria, que han desplazado a Republicanos y Demócratas.
Como es esperable, el exceso y la morbosidad están intactos, y quizás lo único que haya variado es el director: por primera vez desde el comienzo de la serie no está a la cabeza el realizador James De Monaco, reemplazado ahora por un afroamericano (Gerard McMurray, de Burning Sands).
Este cambio se evidencia en que los personajes de color son lo más importante en esta película, la que además toma como centro de su historia el sector de Staten Island, Nueva York. Y el espectador no tiene ninguna duda respecto de cómo se anudarán los acontecimientos: el centro de esta noche en que está permitido matar de cualquier manera y a cualquier ser humano está en los barrios pobres, donde esta noche de expiación siniestra sirve para que los habitantes de estos lugares descarguen su frustración por la falta de empleo y la violencia.
Desde luego que la crítica al gobierno actual de Donald Trump es obvia, hecho que no es novedoso porque este tipo de películas de un subgénero que podríamos bautizar como de crítica social, comenzaron cuando Barak Obama estaba en el poder.
El verdadero elemento inquietante de este filme mediocre y repetido en su cuento, es cómo se transmite “bajo cuerda” una cierta posición acerca de la violencia, legitimando el derecho a portar armas… si total estamos defendiendo los altos intereses de una nación y nuestras propias vidas.
Esta posición se exacerba si consideramos que el gobierno impone lo que quiere, y a partir de este “experimento” –durante el cual por doce horas cualquier asesinato que se cometa no será castigado- se ha llegado al extremo de entregar premios en suculentas cifras (¡oh, capitalismo!) a quienes más maten y filmen estos acontecimientos.
La otra línea que molesta es que “los buenos”, son negros o afroamericanos y ellos no matan sino que “imponen justicia” y, por supuesto, “los malos” son blancos pero muy blancos, esto es arios, rusos y cualquier otra nacionalidad que sea diferente a la negra. En pocas y groseras palabras, acá los héroes son los narcos negros de Staten Island.
Fuera de estas acotaciones sociológicas más que cinematográficas, el filme es un producto de escaso interés, realizado para mayor morbo de los productores y que se aleja del espíritu de la primera, el perturbador filme de 2013 que protagonizaba el actor Ethan Hawke, cuya familia estaba acosada en ese fatídico día en que la muerte sale impúdica a las calles estadounidenses.
Alguien dijo que toda esta sangre derramada resultaba un desperdicio.
Coincidimos.
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