La corrupción: el impuesto que asfixia a las empresas
Para una micro, pequeña o mediana empresa, cada peso cuenta. Eso lo saben bien quienes emprenden, quienes generan empleos y quienes sostienen la economía real de México. Por eso duele tanto que, mientras los empresarios se esfuerzan por sobrevivir, el país siga hundiéndose en niveles crecientes de corrupción bajo los gobiernos de Morena.
Los datos del Inegi son reveladores: los costos asociados a la corrupción superan los 11,910 millones de pesos, con un impacto promedio de 3,368 pesos por persona víctima
Pero más relevante aún es que, entre las empresas, las medianas son las más afectadas, sufriendo niveles de corrupción 2.5 veces superiores a los de las microempresas. Estos costos no sólo implican sobornos: incluyen retrasos en trámites, pérdida de competitividad, sanciones arbitrarias y discrecionalidad regulatoria.
La corrupción funciona como un impuesto paralelo, uno que no está en ninguna ley, pero que se cobra en ventanillas, inspecciones y permisos. Es un impuesto que no mejora carreteras, no fortalece la seguridad pública ni genera infraestructura productiva. Por el contrario, drena recursos, inhibe la inversión y alimenta la informalidad. ¿Para qué invertir si cada trámite es un riesgo? ¿Para qué crecer si crecer implica volverse blanco de extorsiones oficiales y criminales?
En un entorno así, los costos se trasladan. Si una empresa paga más para operar, también aumentan los precios de los alimentos que usted vende, de los insumos que compra, de la ropa que importa, de los servicios que contrata. La corrupción encarece la economía completa y castiga a quienes sí cumplen.
Todo esto ocurre mientras la cúpula de Morena presume una vida de privilegios. Resulta insultante que, mientras las empresas batallan con impuestos, inflación, inseguridad y trámites interminables, quienes gobiernan —y sus hijos— viajan en jets privados, viven en mansiones, usan autos y relojes de lujo y disfrutan una vida que ningún emprendedor podría costear trabajando honestamente. La austeridad fue un discurso, no una práctica.
La corrupción es, quizá, el principal obstáculo al crecimiento económico. No hay política industrial, salario mínimo, estímulo fiscal o reforma laboral que pueda compensar un clima donde la arbitrariedad es la regla y la impunidad es garantía.
México necesita un gobierno que entienda que sin legalidad no hay desarrollo, que sin confianza no hay inversión y que sin instituciones sólidas no hay futuro. El combate a la corrupción no es un capricho: es una condición imprescindible para que las micro, pequeñas y medianas empresas puedan competir, innovar y prosperar. Porque sin empresas fuertes, no hay país posible.






