Los peligros invisibles en la red
La reciente alerta emitida por la Policía Cibernética del Estado de Coahuila, tras detectar un grupo en redes sociales con conducta asociada a pedofilia, nos recuerda una verdad incómoda pero ineludible: el mayor riesgo para nuestros hijos no siempre está en las calles, sino detrás de una pantalla. Aunque el grupo señalado no pertenece al estado, la sola existencia de estos espacios digitales confirma que los depredadores han encontrado en el mundo virtual un terreno fértil para operar bajo anonimato, aprovechar vulnerabilidades y normalizar conductas criminales.
Lo que ocurrió no es un hecho aislado; es un síntoma. La niñez ha migrado a plataformas digitales sin la supervisión adecuada, mientras los agresores han perfeccionado sus métodos. La Cibernética actuó de inmediato al solicitar a META la preservación y revisión del contenido, pasos necesarios para asegurar evidencia, identificar responsables y evitar que menores continúen expuestos. Pero aunque la intervención institucional es indispensable, la primera línea de defensa sigue estando en casa.
Hoy más que nunca necesitamos padres, madres y tutores conscientes de que un celular no es un juguete, es una puerta abierta. Supervisar los dispositivos no es “invadir la privacidad”, es proteger la inocencia. Activar controles parentales, establecer horarios y espacios de navegación acompañada y revisar con quién interactúan niñas, niños y adolescentes no son prácticas opcionales: son medidas de supervivencia digital. Enseñarles a no compartir fotos, datos personales o direcciones es tan esencial como advertirles que no hablen con desconocidos en la calle.
Los riesgos son reales y múltiples: Captación y grooming, donde los agresores ganan confianza para luego manipular a los menores. Difusión de imágenes íntimas, a veces obtenidas mediante engaños, presión psicológica o incluso retos virales.
Otro es la interacción con perfiles falsos, diseñados específicamente para acercarse a jóvenes vulnerables y la normalización del abuso, a través de comunidades digitales que disfrazan el delito de “libertad de expresión” o “preferencia”.
Pero también existen peligros menos visibles: la exposición constante a contenido inapropiado, la pérdida de noción de límites, la presión social y la idea falsa de que todo lo que ocurre en la red desaparece sin consecuencias. No es así. Cada fotografía, comentario o conversación deja un rastro.
Las autoridades reiteraron que continuarán con patrullajes cibernéticos permanentes, y es una buena noticia. La vigilancia institucional es clave, pero ninguna estrategia será suficiente sin la participación social. Cada reporte ciudadano,una página sospechosa, un perfil agresivo, un mensaje extraño, puede significar la diferencia entre la protección o la vulneración de un menor.
Porque, al final, la seguridad digital no depende solo de algoritmos o corporaciones; depende de que dejemos de subestimar los peligros y asumamos nuestra responsabilidad colectiva. No podemos permitir que las infancias naveguen a ciegas en un océano lleno de amenazas.
Cuidarlos en la vida real y en la vida digital es un deber que no admite descansos. La tecnología avanza, los riesgos también. Nuestra vigilancia, nuestra educación y nuestra denuncia deben avanzar al mismo ritmo. Sólo así podremos cerrar las puertas que hoy, lamentablemente, siguen demasiado abiertas.



