¡ALCEMOS LA VOZ!

La situación de inseguridad y violencia que vive el país es cada día más compleja, mientras el gobierno se niega a reconocer la gravedad del problema. Ante este panorama, los ciudadanos nos encontramos en un estado permanente de vulnerabilidad. La gota que derramó el vaso del hartazgo social fue el asesinato del presidente municipal de Uruapan, Carlos Alberto Manzo Rodríguez; a sus 40 años le arrebataron la vida en un acto cobarde. Es evidente que la estrategia para acabar con la delincuencia de “abrazos no balazos” ha resultado ser una concesión para la delincuencia y el narcotráfico mientras que la de “madrazos no abrazos” es dirigida a la ciudadanía.

Les comento querido lector que la ciudad donde nació mi padre, no se escapa de esta realidad. Se trata del municipio de Ojinaga, Chihuahua, que lleva este nombre en honor a Manuel Ojinaga Castañeda, militar y político que combatió en la intervención francesa, fue gobernador del estado y terminó asesinado por los imperialistas. Ojinaga es un municipio pequeño que colinda con el estado de Texas, frente a la ciudad de Presidio. Le llaman la “Perla del Desierto”, es una tierra árida con clima extremo, agua salada y gente trabajadora. Conservo recuerdos entrañables de aquel lugar que llevo en el corazón. Desde que tengo uso de razón visitaba cada año a mis abuelos y tíos; llegábamos a Ojinaga y de ahí nos trasladábamos al rancho familiar, en “Palomas No. 2”, ubicado en el municipio de Manuel Benavides.

Por su ubicación fronteriza, Ojinaga se convirtió en presa fácil del narcotráfico. En los años sesenta y posteriores, las figuras más prominentes fueron Pablo Acosta Villarreal, conocido como «El Zorro de Ojinaga» y los hermanos Arellano Félix. Recuerdo que, cuando viajábamos al rancho, en los alrededores de Ojinaga, se levantaban majestuosas residencias en medio de la nada, que rompían con el paisaje árido; eran propiedad de narcotraficantes. Lo sorprendente es que, en aquella época, la población los protegía cuando los militares realizaban sus redadas. La razón era simple: estos personajes ayudaban a los pobladores sin pedir nada a cambio. Si alguien necesitaba una cirugía y no podía pagarla. Ellos cubrían los gastos. Construían escuelas, en fin, apoyaban a quien lo necesitara. ¿Qué sucedió después? Murieron los jefes, y los sicarios —mucho más sanguinarios — tomaron el control.

Al inicio de esta semana, una de mis primas, nos avisó en el chat familiar que: “Ojinaga estaba desolado, como un pueblo fantasma”. Se suspendieron actividades y la población se encerró por miedo.  Un día antes hubo una fuerte balacera; en redes circularon advertencias sobre posibles enfrentamientos en la zona y se recomendó a los habitantes no exponerse y resguardarse mientras las autoridades verificaban la situación.

Es lamentable la violencia extrema que se vive en todo el país, y resulta vergonzoso que las autoridades federales se nieguen a transformar la realidad. Por el contrario, nos empujan al caos: destruyen las instituciones indispensables para el desarrollo, incrementan impuestos, evitan el crecimiento económico, no dan atención médica a la población, sustituyen el pensamiento crítico por adoctrinamiento, recortan el presupuesto a los rubros más importantes para inflar los programas asistenciales que no generan empleo, se protegen delincuentes y silencian al pueblo que clama por la paz. Y, aun así, me quedo corta. Es el colmo que el gobierno federal intervenga en Uruapan, secuestre a los escoltas que defendieron al presidente municipal, los encarcele y, premie, y a los asesinos los justifique y libere.

Ha llegado el momento de alzar la voz, de manera pacífica, desde nuestros propios entornos. Ya lo están realizando figuras importantes de la vida nacional a través del arte y diversas expresiones creadoras. Yo, por mi parte, agradezco y aplaudo la postura de nuestro gobernador, Manolo Jiménez que trabaja para cumplir con el mandato que le fue confiado. Gracias a las estrategias implementadas, hoy podemos transitar por calles y carreteras con tranquilidad. Esa seguridad es un derecho que tenemos todos los mexicanos, debemos exigir que se respete y cumpla.

 

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Susana Cepeda Islas
Cursó la Licenciatura en Ciencias Políticas y Administración Pública en la UNAM. Obtuvo el Grado de Maestra en Psicología Social de Grupos e Instituciones por la UAM-Xochimilco y el Doctorado en Planeación y Liderazgo Educativo en la Universidad Autónoma del Noreste. Cuenta con la Especialidad en Formación de Educadores de Adultos por la UPN; y con los siguientes diplomados: en Calidad Total en el Servicio Público, Análisis Politológico, y en Administración Municipal en la UNAM, entre otros. Ha desempeñado diferentes cargos públicos a nivel Federal, Estatal y Municipal e impartido cursos de capacitación para funcionarios públicos, maestros, ejidatarios en el área de Administración Pública y Educación. Catedrática en la UNAM, UA de C, UVM, La Salle y en la UAAAN. Asesora y sinodal en exámenes profesionales en el nivel licenciatura, maestría y doctorado. Ha publicado varios artículos en el área de administración pública y educación en diferentes revistas especializadas, ha asistido a diferentes Congresos a nivel nacional e internacional como ponente en el área de Administración Pública y Educación, coautora en dos libros. Autora del libro Islas de Tierra firme.