IDEOLOGÍA AL DESNUDO

  Como todo mundo, tenía la ideología

que necesitaba para justificar su propia vida

Manuel Vázquez Montalbán

Uno de los grandes detonadores de ansiedad es la prolongación del malestar que produce la necesidad. Esa circunstancia se ha vuelto el gran problema de nuestros tiempos, porque la modernidad nos ha convertido en “necesitados” permanentes y ambiguos. No identificamos el satisfactor, solo el dolor de necesitar.

Hagamos antes de continuar una distinción sutil, pero poderosa, entre dos términos que comúnmente confundimos: carencia y necesidad: la primera, más allá de su sentido objetivo de privación, es, en clave emoción humana, la percepción de que algo falta, de la cual deriva la segunda, que involucra no solo la ausencia de satisfacción, sino una tensión dolorosa que se vuelve insostenible.

Mientras más compleja la sociedad, mayor es la percepción de que algo nos falta, pero las carencias y sus respectivas necesidades en realidad son las mismas desde tiempos inmemoriales: físicas y psicológicas. Entre estas últimas están: orden mental, sentido de vida, identidad, pertenencia, validación, atención, reconocimiento, afecto.

Hoy ya no solo nos hace falta vestirnos y calzarnos, sino hacerlo de una forma que nos reporte reconocimiento, admiración, validación, identificación, pertenencia. Toda modalidad de consumo más allá de lo básico está orientada a la satisfacción de la carencia psicológica y el alivio del malestar que produce su respectiva necesidad.

Si todo el tiempo creemos que algo nos hace falta, terminamos no sabiendo qué es, exactamente; si esa carencia nos invade como percepción permanente, sentiremos siempre la tensión dolorosa de la necesidad, o cuando menos un malestar constante, una presión interna que exige descarga.

Si esa tensión dolorosa, malestar constante o presión interna se sostiene en el tiempo, termina expandiéndose, generando incomodidad creciente. Y así es como la necesidad se vuelve omnipresente en nuestras vidas, impulsándonos a aferrarnos a cualquier cosa que creamos pueda sacarnos de ese estado.

Hay que ponerlo aún más claro: la satisfacción de una carencia, por el dolor o el omnicomprensivo malestar emocional que causa su derivada necesidad, es cuestión de vida o muerte para la parte más primitiva del cerebro, protegida por la construcción más sofisticada del ser humano: su propio ego.

Ahora bien, el ser humano tiene básicamente dos formas de experimentar la vida: en extroversión y en introversión. Históricamente ha tendido a buscar, predominantemente, la satisfacción de sus carencias y alivio a sus necesidades través de la primera. La segunda ha sido relegada en su mayor parte a la categoría de experiencia mística, espiritual o psicoterapéutica. Por tanto, es recurrente y común que se aferre a creencias y estructuras mentales que le reafirmen ese patrón preponderante.

Una de estas estructuras es la ideología, que en sentido amplio es el sistema de ideas, categorías y narrativas mediante el cual una persona organiza su experiencia, interpreta el mundo, se concibe a sí misma dentro de él y orienta su conducta. Desde esta perspectiva, la solución puede estar dentro o fuera.

Sin embargo, en sentido restringido, como comúnmente la entendemos, es un sistema de creencias grupal dividido en parcelas del quehacer colectivo, que nos permiten formar una identidad y pertenecer, dos imperativos categóricos para el ser humano.

Así, hay ideología en la religión, la sociedad y la clase social, la profesión, la familia y, sí, la más conocida, por cierto: la política. Todas relacionadas con la expectativa de que algo o alguien se encargue de darnos lo que exigimos, sin que tengamos que enfrentarnos cara a cara a la búsqueda interna y la asunción de la propia responsabilidad.

Ahora podemos entender por qué las sociedades se polarizan o fragmentan a partir de ideologías confrontadas, que no son más que constructos mentales que a los ideólogos, sus creadores, les sirven para conservar u obtener el poder, y a los ideologizados, la receptora carne de cañón, solo para auto reafirmarse y justificar su frustración porque ni la vida ni los demás les han dado lo que creen merecer.

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