Contra el realismo que convierte la injusticia en trámite
Digámoslo sin rodeos: lo que se presenta como un “plan de paz” para Ucrania no es un plan ni es paz. Es un intento de imponer un cierre administrativo a un crimen en curso. Un gesto de comodidad estratégica disfrazado de diplomacia.
La propuesta del presidente de los Estados Unidos revela un mal más profundo que la miopía; revela una renuncia. Una renuncia a la idea de que los derechos valen más que la conveniencia. Y cuando una potencia decide que la justicia es opcional, el mundo entero queda expuesto.
En lo ideológico, este enfoque convierte la soberanía en una ficha de trueque. No se trata de reparar una agresión, sino de administrar sus consecuencias. Se normaliza que el territorio pueda negociarse como si fuera mercancía. Se premia al invasor con elegancia burocrática. En ese momento, la fuerza deja de ser un abuso y se transforma en argumento. Y cuando el mundo tolera ese lenguaje, ya perdió la mitad de la batalla.
En lo político, el mensaje es brutal; lo importante es cerrar el conflicto, no resolverlo. Importa más que el ruido se apague que el derecho prevalezca. Eso no es realpolitik; es complicidad revestida de pragmatismo. Una paz arrancada a un país mediante presiones externas no estabiliza nada; siembra dudas, resentimientos, futuros incendios. Si la comunidad internacional acepta este precedente, mañana cualquier autócrata sabrá que basta con resistir lo suficiente para que su crimen sea negociado.
En lo filosófico, el error es aún más profundo. Se pretende llamar “paz” a un estado sin bombas, aunque la injusticia siga intacta. Pero una paz que exige sacrificar la dignidad es una paz corrupta. La quietud impuesta nunca sustituye a la justicia. La historia es clara; la paz sin raíces morales se desmorona. Y cuando se derrumba, arrastra a todos.
Por eso la pregunta que debemos hacernos no es retórica; es urgente: ¿Cuánto vale la dignidad de un pueblo? Si el mundo acepta que se negocie, acepta que la justicia puede ser recortada según convenga. Y ese es un veneno lento que debilita el orden internacional entero.
Este plan no solo amenaza a Ucrania; amenaza a cualquier nación que, mañana, pueda encontrarse sola frente a un invasor decidido. Si hoy se normaliza ceder territorio para “calmar” una agresión, mañana esa lógica será aplicada en cualquier continente, con cualquier víctima.
Por eso el choque entre Ucrania y la postura estadounidense no es un desacuerdo diplomático; es una batalla moral. Una visión exige ceder para que el mundo “funcione”. La otra exige que el mundo funcione con justicia, o no funcionará en absoluto.
Juárez lo dijo con la claridad que hoy falta en la política internacional: “El respeto al derecho ajeno es la paz.” No la sumisión, no la claudicación, no el intercambio de soberanía por silencio. El respeto.
Cuando el mundo comienza a llamar “paz” a la obediencia, es hora de recordarle que la dignidad no se negocia; se defiende. Jcdovala






