PUNTO DE CIENCIA

Entre fantasmas y realidad: un manifiesto para la vejez

 

Dr. Fernando Bruno

Un fantasma recorre México, el fantasma de la vejez. No es un espectro del pasado, sino del futuro inmediato. Avanza sin ruido, sostenido por la paradoja de una sociedad que envejece con rapidez, pero que se resiste a mirar el espejo del tiempo. Las cifras son claras: en el año 2000, la edad mediana de los mexicanos era de 22 años; en 2020, llegó a 29. En el mixsmo periodo, los menores de 17 años disminuyeron 7 % y las personas mayores de 60 aumentaron 4 %. Para 2050, según las proyecciones del INEGI y la ONU, casi un tercio de la población mexicana pertenecerá a la llamada “tercera edad”. Sin embargo, seguimos actuando como si el envejecimiento fuera un accidente biográfico y no un fenómeno social.

La vejez, más que una etapa, es un espejo que refleja la estructura de nuestra sociedad. Nos enfrentamos a un país que ha extendido la esperanza de vida, pero no la esperanza de dignidad. A diario se reproducen bromas, silencios y políticas que legitiman la exclusión de quienes ya cumplieron más años que el resto. En el lenguaje cotidiano, los viejos “degeneran”, dejan de “generar”; el prefijo de- los empuja simbólicamente hacia abajo, hacia la pérdida, hacia la idea de que ya no producen ni iluminan. En ese gesto lingüístico se condensa una forma de violencia cultural: negar valor a quienes han dejado de encajar en la lógica de la utilidad.

La discriminación por edad —el edadismo— es hoy una de las formas más naturalizadas de desigualdad. Según el CONAPRED, cerca del 40 % de las personas mayores en México ha experimentado algún tipo de maltrato o exclusión. El abandono familiar, la marginación laboral y la invisibilidad mediática son sus manifestaciones sociales cotidianas. En las oficinas, la edad es sinónimo de obsolescencia; en los hospitales, de gasto; en los espacios públicos, de obstáculo. Y en todos los casos, el mensaje implícito es el mismo: ya no pertenecen, ¿están desconectados?

¿Por qué nos cuesta tanto la solidaridad? Durkheim decía que toda sociedad necesita una forma de cohesión que la mantenga unida. La nuestra, sin embargo, parece haber olvidado la solidaridad orgánica que reconocía el valor del otro por su diferencia. En una cultura que rinde culto a la juventud, la vejez se convierte en una amenaza simbólica: nos recuerda que somos finitos. El miedo a envejecer es, en el fondo, miedo a reconocernos. De ahí que la sociedad de consumo, como anticipó Bauman, transforme lo viejo —los objetos, las ideas, los cuerpos— en desecho.

El problema no es solo demográfico, es ético y político. El envejecimiento poblacional nos obliga a repensar los vínculos entre generaciones, a construir una pedagogía de la empatía y de la memoria. No se trata únicamente de diseñar políticas públicas —aunque son urgentes las pensiones dignas, las ciudades accesibles y la atención sanitaria integral—, sino de revisar el imaginario social que hemos tejido en torno al tiempo y al valor de la vida. La vejez no es un fracaso, pero sí es la manera que como la vemos.

Quizá por eso, más que temerle, deberíamos agradecerle su presencia. Cada arruga es un archivo, cada cana una línea de tiempo. Envejecer no nos resta futuro: nos lo redefine. Lo que sí nos empobrece es el olvido colectivo, la incapacidad de conmovernos ante la injusticia y de reconocer en los mayores un reservorio de experiencia, afecto y memoria histórica.

La pregunta que queda flotando es sencilla pero radical: ¿qué clase de ancianos queremos ser? Si seguimos ignorando el fantasma que ya habita entre nosotros, será demasiado tarde para aprender de él. Hoy es un buen día para cambiar la métrica con la que medimos la vida y entender que una sociedad que cuida a sus mayores no envejece: madura.

 

Centro de Estudios e Investigaciones Interdisciplinarias, Unidad Sureste

 

fernandobruno@uadec.edu.mx