LA EROSIÓN SILENCIOSA DE LAS INSTITUCIONES  

En muchos países se repite una escena inquietante; las instituciones no colapsan en un solo día, simplemente empiezan a temblar. Primero un detalle menor, luego una irregularidad que nadie corrige, después una norma que “no pasa nada” si se ignora. Las democracias, como los faros, no se apagan de golpe; titilan. Esa es la verdadera amenaza política de nuestro tiempo; la lenta corrosión institucional.

Hoy el debate público suele concentrarse en la economía, en la inseguridad o en los pleitos partidistas. Pero detrás de todo eso hay un deterioro más profundo; la erosión del Estado de derecho, la desconfianza en los contrapesos, la normalización de la improvisación. Una nación puede soportar crisis económicas; lo que no soporta tan fácilmente es perder el suelo institucional que mantiene unida la vida pública.

La polarización es parte del problema. La discusión política se ha convertido en una batalla tribal donde la razón importa menos que la identidad. En ese caos emocional, surge la tentación del “líder fuerte”, una figura que promete orden sin el desgaste de negociar, escuchar o rendir cuentas. Esa promesa resulta atractiva para sociedades cansadas. Pero la historia nos recuerda, con una paciencia cruel, que los atajos autoritarios siempre cobran factura. Lo hacen tarde, sí, pero la cobran completa.

A esto se suma el vértigo del tiempo moderno. Vivimos en la cultura de lo inmediato; todo debe resolverse hoy, todo debe ser simple, todo debe gritarse. Esa prisa hace ver a las instituciones como obstáculos. Los procedimientos se perciben como estorbos; la tradición, como un estante viejo que solo ocupa espacio. Pero una democracia sin procesos, sin reglas y sin memoria es una democracia que abandona su propio carácter.

Cuando el respeto por las instituciones se diluye, las consecuencias aparecen una por una:

– La ley deja de proteger y empieza a ser herramienta de ocasión. – Los poderes públicos prueban hasta dónde pueden llegar sin resistencia.

– La ciudadanía se vuelve cínica, desconfiada o indiferente.

– La vida común se fragmenta porque cada quien impone su propio criterio de orden.

Nada de esto ocurre de un día para otro. La erosión institucional es cómoda al principio: deja hacer, deja pasar, deja improvisar. También es seductora, porque permite creer que la libertad es más amplia sin reglas estrictas. Pero es un espejismo. Una sociedad sin instituciones firmes termina en un terreno movedizo donde lo único constante es la incertidumbre.

Por eso conviene insistir en una idea que parece anticuada, pero que es profundamente actual; las instituciones deben cuidarse. No por nostalgia, sino porque son el armazón que permite vivir en paz. La democracia no es un impulso emotivo; es una práctica diaria que exige disciplina, respeto a los procedimientos, defensa de los contrapesos y participación responsable.

Las naciones no pierden su rumbo por un gran colapso, sino por la suma de pequeñas renuncias. Si no defendemos lo que sostiene el orden público —la legalidad, la mesura, la tradición, el control del poder—, no solo debilitamos al Estado; debilitamos nuestra propia libertad.

Hoy, más que nunca, necesitamos volver a mirar el faro institucional. Limpiar su cristal, reforzar sus muros y proteger su luz del viento moderno que sopla sin pausa. Porque, si lo dejamos titilar demasiado tiempo, cuando finalmente se apague quizá descubramos que la noche ya avanzó demasiado.

“Las naciones no se derrumban con estruendo, sino con susurros.

Cuando olvidamos lo que nos sostiene, la oscuridad avanza sin prisa, pero sin pausa.

Defender las instituciones no es un acto político: es un deber del alma.”  Jcdovala