Guardianes de la memoria: palabra e historia viva en Gambia y el mundo
Dr. José Gabino Castillo Flores
En Gambia y en el conjunto del África mandinka, los griots —también llamados jeli o jali— han sido durante siglos los guardianes de la memoria colectiva. Su función constituye un oficio histórico y político que consiste en recordar las genealogías, las gestas y los pactos que sostienen la identidad del grupo. Thomas A. Hale (1998) los describe como “archivos vivos de la sociedad mandé”. Dicho autor, subraya que su poder se basa en la palabra. La palabra del griot no solo narra sino que crea comunidad, legitima el pasado y garantiza la continuidad de la memoria. Los griots, herederos de linajes como los Kuyateh o los Suso, son formados desde la infancia en la jeliya, un sistema oral de aprendizaje que combina historia, genealogía, poesía y diplomacia. Cada familia o clan cuenta con su griot, responsable de transmitir la memoria de sus ancestros, participar en ceremonias públicas y actuar como mediador en conflictos. En las aldeas y en los espacios urbanos, su palabra mantiene un valor sagrado. Eric Charry (2000) señala que, en sus actuaciones, el griot reactiva constantemente el pasado, haciendo de la memoria una práctica viva y colectiva.
Este vínculo entre palabra, memoria e identidad no es exclusivo de Gambia. En Sudáfrica, los imbongi, estudiados por Jeff Opland (1983), desempeñan una función semejante; recitan genealogías, registran acontecimientos políticos y actúan como memoria pública. Su palabra es escuchada con respeto porque no habla en nombre propio, sino de toda la comunidad. En Nigeria, los especialistas del oríkì yorùbá, analizados por Karin Barber (1991), preservan los nombres ancestrales y las genealogías familiares que sostienen la memoria histórica del pueblo yorùbá. Ambos casos, como el mandinka, muestran que la autoridad surge del poder de recordar y pronunciar la herencia del pasado. En Asia central, los manaschí de Kirguistán (Mills,1992), reconocidos por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial, recitan la epopeya Manas, un relato monumental que reúne genealogías, batallas y pactos tribales. Su práctica oral funciona como un archivo vivo de la nación kirguisa en el que la memoria es símbolo de resistencia cultural.
En América, un caso profundamente comparable es el del patamuti purépecha, descrito en la Relación de Michoacán (1541). Era el narrador oficial de la corte tarasca, encargado de “decir la historia” de los reyes y sus conquistas ante la comunidad. Su voz aseguraba la continuidad de la memoria y la legitimidad del poder, del mismo modo que los griots en Gambia o los imbongi en el África austral. Con la conquista española este oficio desapareció, pero su huella escrita permite reconocer una función histórica equivalente, la de preservar la historia como elemento de la cultura, la identidad y la memoria colectiva.
Estos ejemplos, dispersos en el tiempo y el espacio, revelan que la memoria oral no es simple tradición, sino resistencia y afirmación identitaria. Los griots de Gambia, los imbongi sudafricanos, los oríkì yorùbá, los manaschí kirguises y los antiguos patamuti purépechas, comparten la certeza de que sin historia no hay pueblo. La palabra pronunciada, como enseñan Hale y Barber, es una forma de historia viva. Un archivo que se renueva en cada recitación y que protege del olvido impuesto por la colonización, la modernidad o la homogeneización cultural. Conservar y reconocer estas tradiciones nos enseña que la historia también se escucha. En Gambia, la voz del griot sigue recordando que el pasado no pertenece a los libros, sino a quienes lo narran con la palabra encarnada en comunidad y la resistencia.
Facultad de Ciencias Sociales



