El silencio de los pueblos
Vivimos una época en la que el poder ya no necesita ocultarse; solo cambiar de nombre. La guerra se llama “intervención humanitaria”, la invasión se presenta como “misión de paz” y la opresión se maquilla como “defensa de la libertad”. El lenguaje, que alguna vez fue instrumento de verdad, ha sido secuestrado para justificar la violencia con un rostro amable.
El gobierno de los Estados Unidos, amparado en la retórica de la seguridad global, ha hecho de la “lucha contra el narcotráfico” y el “combate al terrorismo” un teatro de legitimación política. Bajo esos estandartes morales, ha intervenido militarmente en naciones enteras, desplazado pueblos, destruido economías y segado vidas inocentes. La maquinaria bélica se reviste de justicia, pero el crimen no deja de ser crimen por ondear una bandera ni por tener cobertura televisiva.
El problema, sin embargo, va más allá del campo de batalla. Es una crisis moral, profundamente humana. Hemos normalizado la violencia como si fuera parte inevitable del progreso. El relato del poder nos convence de que el sacrificio de unos pocos es el precio de la estabilidad global. Y mientras tanto, los pueblos callan, los gobiernos se subordinan y los medios moldean la opinión pública con la precisión de un bisturí.
Hoy, la hegemonía mediática no solo informa, dicta lo que debe pensarse. Construye enemigos, fabrica héroes y silencia a quienes se atreven a cuestionar. El resultado es un mundo anestesiado, donde la injusticia se disfraza de necesidad y la muerte se celebra como victoria.
La raíz de esta tragedia es ideológica. Hemos permitido que un solo país se arrogue el papel de juez universal, decidiendo qué naciones merecen ser libres y cuáles deben ser “liberadas”. El discurso de los derechos humanos, que debería unir a la humanidad, se ha convertido en herramienta de dominio. Bajo la promesa de justicia, se perpetúan las sanciones, los bloqueos y las guerras que desangran a los pueblos más pobres.
México, con su memoria de resistencia y su historia de independencia, no puede seguir el eco del poder. Callar ante la injusticia también es una forma de sumisión. La soberanía no se defiende solo en los tratados ni en los discursos, sino en la conciencia colectiva de un pueblo que decide no dejarse manipular. Resistir al miedo, al discurso fácil, al espejismo del progreso importado, es hoy un deber moral.
Nuestra dignidad nacional exige algo más que diplomacia; exige claridad. México debe sostener su voz con firmeza, sin arrogancia pero sin servilismo. Porque la verdad no puede convertirse en una mercancía sujeta al mejor postor, ni la conciencia nacional moldearse al gusto de intereses extranjeros.
La violencia legitimada no solo destruye territorios, corrompe el alma del mundo. Convierte la compasión en sospecha, la verdad en propaganda, la justicia en espectáculo. Y, sobre todo, convierte a los pueblos en cómplices de su propio silencio.
Defender la vida, en este contexto, es un acto subversivo. Rechazar la mentira, un acto de soberanía. Y mantener la palabra, un acto de esperanza.
El desafío no está únicamente en señalar la violencia ajena, sino en reconocer la nuestra; la que se manifiesta cuando justificamos el daño, cuando callamos ante la injusticia o cuando preferimos la comodidad del olvido.
Porque la historia no perdona a los pueblos que se acostumbran a mirar hacia otro lado.
Y quizás ahí radica nuestra última responsabilidad; recordar que ningún imperio dura más que la conciencia despierta de un pueblo. Que ninguna guerra puede llamarse justa cuando mata la verdad. Y que el silencio —ese refugio de los cobardes y los cansados— es, en el fondo, la forma más peligrosa de complicidad.



