La Organización Mundial de la Salud, OMS, indica que dos mil 200 millones de personas en el mundo, alrededor de una cuarta parte de la población mundial, carecen de agua potable.
Los privilegiados que la tenemos en nuestras casas, nos lavamos las manos varias veces al día.
Pero hasta hace relativamente poco esto era tan raro, que los médicos veían “altamente insultante” que se les sugiriera hacerlo antes de revisar un paciente o de operarlo.
Informa Dalia Ventura en un artículo para la BBC del 24 agosto, que a principios del siglo XX la cirugía era una actividad cruda, sangrienta, caótica y antihigiénica.
En 1847 el ginecólogo húngaro Ignaz Semmelweis, advirtió que la incidencia de muertes maternas podría reducirse drásticamente si los médicos se lavaban las manos y colocó una tina con agua de cal clorada en las salas de maternidad del Hospital General de Viena, Austria.
Pero pese a la baja en mortalidad, no solo no convenció a sus colegas, sino que terminó en un manicomio; “su obsesiva insistencia en el lavado de las manos” fue visto como locura y murió ahí poco después, golpeado por guardias y con una herida infectada.
Ese mismo abril de 1847, en el University College Hospital de Londres el joven especialista en Anatomía, John Phillips Potter, se arañó un nudillo diseccionando un cadáver y murió de septicemia a las tres semanas.
Entre la multitud que asistió al entierro estaba Joseph Lister, entonces de 20 años y discípulo de Potter.
Su padre dedicaba el tiempo que le dejaba su comercio en vinos, a investigar; y había inventado una lente, que pudo ser el primer microscopio, en el que Lister veía algunos de esos organismos pequeños, que mataban a millones en hospitales de todo el mundo.
La situación era tan desesperada, que el doctor James Y. Simpson, uno de los cirujanos que contribuyó a introducir la anestesia, afirmó que se estaba más expuesto a morir en la mesa de operaciones que un soldado en batalla.
En Inglaterra la tasa de mortalidad en operaciones quirúrgicas mayores, era del 40 por ciento y en Francia del 60.
Las infecciones eran tan comunes, que les pusieron fiebre de sala y hospitalismo y se habló de cerrar hospitales y atender a los enfermos en sus casas.
Pero como no se conocía qué las causaba, no se sabía cómo evitarlas.
Al graduarse de médico, Lister se fue a trabajar a Edimburgo, Escocia, y sufría viendo que muchos pacientes desarrollaban complicaciones posoperatorias.
Años después como Profesor Regius de Cirugía a cargo de las salas de operaciones en la Universidad de Glasgow, advirtió marcada diferencia en las curaciones de enfermos a los que la piel les quedaba cerrada y aquellos a los que debía cicatrizarles y terminaban con gangrena y amputados.
Y al enterarse que el famoso biólogo francés Louis Pasteur, había demostrado que la leche se agriaba y el jugo de uva se fermentaba por el crecimiento de diminutas partículas vivas que llamó microbios y podían circular en el aire, fue a entrevistarlo, pensando en la necesidad de poner un escudo antiséptico entre heridas y aire.
Pudo experimentarlo en 1865, con un niño de 11 años con una fractura abierta como consecuencia de haber sido atropellado por un carruaje.
Tras operarlo en la sala de emergencias de la Glasgow Royal Infirmary, le colocó un vendaje bañado en ácido carbólico, sustancia con la que se limpiaba el alcantarillado en la ciudad de Carlisle, ordenando se le cambiara todos los días.
La herida comenzó a formar costras y sanar y a las seis semanas el niño estaba totalmente recuperado.
Con los años y a pesar de la resistencia inicial de muchos eminentes cirujanos ingleses y de Estados Unidos, su descubrimiento se extendió terminando con el olor nauseabundo, los instrumentos, esponjas y trapos sucios en los hospitales.
Y ese hábito de higiene que ahora nos parece obvio, estableció total diferencia en las curaciones.
En 1871 su régimen antiséptico era ya tan aceptado, que la reina Victoria le pidió extirparle un tumor del brazo, lo nombró su cirujano personal y le dio un título nobiliario.
Entre 1870 y 1880 se extendió por Europa y EU, inspirando a productos como Listerine y la fundación de empresas como Johnson & Johnson fabricante de los primeros apósitos y suturas quirúrgicas estériles.
Y para 1890, los microbios que causaban septicemia habían sido identificados y cultivados; en todo el mundo cirujanos y ayudantes se lavaban las manos y usaban instrumentos estériles; en 1898, se empezaron a emplear los guantes de goma.
Lister contribuyó a la Ciencia Médica con otras acciones en las que fue pionero, como el aislamiento de bacterias en cultivo puro y la utilización de tubos de goma para drenar heridas.



