La vida es nueva cada día
Marie Curie
Todo en el paradigma dominante sobre el desarrollo humano indica que debemos encontrarle un sentido profundo a la existencia para realizarnos, y que para ello necesitamos arribar a una estabilidad inquebrantable, omnicomprensiva y estática, que equivale a un ilusorio control absoluto sobre cada aspecto de nuestra vida, porque ¿quién puede ocuparse de la profundidad si no puede dejar de preocuparse por la nimiedad?
Cada vez que la vida “nos mueve el tapete”, es decir, introduce algún elemento disruptivo, por pequeño que sea, se quiebran aparatosamente la estabilidad y el control, porque son estructuras psicológicas inflexibles. Haga de cuenta que se arruina el día con su mal humor porque en la mañana se pegó en el dedo chiquito del pie con la pata de la cama.
Se llama neurosis y este es su esquema: bajo control implica que nada me perturbe, no quiero problemas, porque tengo miedo a no resolver y lo que no tiene solución me rebasa, va a estar mal siempre, eso me obsesiona y pierdo el control. Y aquí hay una clave para recuperarlo: el control no se lo quita nada ni nadie, lo pierde usted porque pierde la confianza en sí mismo y, por tanto, la seguridad.
La realidad es que el control es solo una sensación, ciertamente muy necesaria para que el ser humano progrese, pero se recupera volviéndonos a estabilizar interiormente, sean cuales sean nuestras circunstancias externas, a partir de recuperar nuestra confianza en que seremos capaces de resolver y cuando, no soltar.
Sin embargo, tratamos de recuperar el control a partir de nuestras circunstancias externas, bajo el paradigma “volver a empezar”, como si algo realmente acabara cada vez que cambiamos de situación involuntariamente. Pero el problema no está en la creencia de que algo termina y otra cosa debe empezar, sino en nuestra expectativa sobre la estabilidad: queremos que nunca acabe, lo que es por antonomasia imposible, puesto que el concepto involucra necesariamente equilibrio, fenómeno temporal por naturaleza.
Vivimos bajo un criterio acumulativo de experiencias, bienes materiales, sentimientos, incluso edad, y a todo ello nos aferramos, con todo ello nos identificamos. Por eso cuando algo de esto que llevamos a cuestas corre el peligro de irse entramos en pánico, y cuando finalmente se va, sentimos que algo acaba, que nosotros mismos estamos de alguna manera acabados y nos veremos en la necesidad de volver a empezar. Pero la vida es en su esencia un constante fluir, nunca, segundo a segundo, es la misma. Queremos verla estática, para hacerla aprehensible a nuestro entender.
Nunca sentimos que algo está acabando cuando nos compramos un coche o comenzamos una nueva relación, y en realidad así es. Están acabando la época en que usábamos el transporte colectivo y nuestra soledad, o al menos soltería, pero no es ese el tipo de final al que le tenemos miedo, solo al de la pérdida dolorosa.
Cuando nos hemos quedado sin recursos (liquidez o crédito), porque no hemos sido responsables en su manejo, no lo vemos como el principio de algo bueno, de responsabilidad, racionalidad en el gasto y una filosofía de vida que nos lleve a darnos cuenta de cuántas cosas nunca hemos necesitado. No, como eso duele, lo vemos como el final de algo, y lo que en consecuencia le sigue es un penoso comienzo, desde cero si es que lo perdimos todo.
Los dolorosos finales y los penosos comienzos forzados son solo cambios, no ciertamente intempestivos, aunque lo parezcan, porque nunca son sucesos, son procesos. Los amores, las riquezas, los sentimientos, las experiencias, incluso los achaques, van y vienen, sin importar cuanto nos resistamos a dejarlos ir. Si no queremos movernos, seremos movidos por una sacudida mayor a nuestra resistencia.
Los finales y los comienzos deben ser siempre felices, conscientes y voluntarios; acto de valentía que aumente la confianza en nosotros mismos. Pero de ello hablaremos la próxima semana.
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