Hay un amanecer indescriptible en la vejez feliz
Víctor Hugo
La semana pasada propuse mandar la palabra vejez al baúl de los términos en desuso, debido su carga paradigmática, que, en resumen, concibe como inservibles a los seres humanos a partir de los 60 años.
El moderno concepto del envejecimiento activo no es suficiente, pues se centra en volver al “adulto mayor” más activo física e intelectualmente, para pasar los años que le quedan de la mejor manera posible, pero el deterioro físico y mental es más un producto cultural que de la edad: se nos hace pasar por estabilidad una forma cómoda y sedentaria de ir pasando la vida. Esta “novedosa” propuesta sigue moviéndose dentro de los viejos paradigmas de decadencia y disfuncionalidad de la vejez, sin despojar al término del patetismo asignado socialmente.
No se trata de envejecer bien conforme a los roles y cánones de una colectividad que cosifica la humanidad y devora las individualidades, sino de llevar conscientemente un proceso personal de continua transformación. Al final, impactará socialmente. Esto no lo hacen ni la sociedad ni las políticas públicas, lo hacen las personas, una a una.
Por eso hoy tenemos sesentones y setentonas con tatuajes y piercings, en patines, moto, scooter y otros medios de transporte considerados peligrosos para su edad, e incluso haciendo deportes extremos y teniendo activa vida social. No para “sentirse jóvenes”, no por crisis de edad, sino para reinventarse y resignificar su vida.
El cambio, pues, está en marcha. Tenemos que vivir después de los 60 de manera que la palabra vejez deje de tener un contenido emocional negativo y, por tanto, pierda sentido utilizarla, o darle un nuevo significado que evoque alegría en lugar de miedo y tristeza. Replantearnos el desarrollo personal por décadas, en vez de etapas (niñez, juventud, madurez y vejez), es solo el comienzo. Al final, de lo que se trata es de experimentar la vida como un camino de creciente gozo hasta llegar al segundo suceso más trascendental después del nacimiento: la muerte; no simplemente dejar de dar la lata.
Llegar a la sexta década debe convertirse en la mayor aventura de la vida y de ahí “pa’l real”, como dice el dicho. La semana pasada hablamos de las primeras 4: formación de la autoconciencia, construcción de una identidad, exploración del mundo y asentamiento interior.
Cada una conlleva mayor expansión de la conciencia que la anterior. La quinta década, de los 40 a los 50 años, es la de consolidación de nuestros logros externos, principalmente laborales y profesionales. Entramos también a una nueva fase de familia, en la que deberemos “ganarnos” la autoridad frente a las miradas críticas y desafiantes de los hijos, si es que hay, porque hoy son cada vez menos usuales. Solemos, también, alcanzar la plenitud sexual, la estabilidad emocional, hacer un reconocimiento de nuestras prioridades y cavilar sobre el camino recorrido, pues es la década de las recapitulaciones, con miras a la etapa siguiente.
La sexta década, de los 50 a los 60, es la del despertar de la conciencia trascendental y el principio de la sabiduría. Es el momento de soltar lastres y replantear metas. Quizá los hijos ya se independizaron, de manera que es una fase propicia para el reencuentro con nosotros mismos y la resignificación de la soledad como independencia y autonomía. Es en esta etapa en la que sabemos con mayor claridad qué es lo que no queremos más en nuestras vidas y ya estamos en capacidad de dejarlo atrás.
De los sesenta en adelante son años de rendición, no ante la vida, sino ante sus fútiles batallas, autodominio, creciente sabiduría y profundidad, comprensión de lo esencial, constante reinvención de uno mismo, recuperación física si es que hemos sido sedentarios, libertad plena, calma, paz y… muchas nuevas aventuras.
Cada década tiene su imprescindible lado oscuro, pero ese es otro cuento. Cualquiera que sea, vívala con todo lo que trae.
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