Las emociones son las improntas químicas de las experiencias
Joe Dispenza
Cuatro columnas atrás hablé sobre los bucles mentales en los que vivimos inmersos los seres humanos, pensando y sintiendo siempre lo mismo; viendo solo lo que queremos ver; repitiendo, por tanto, las mismas experiencias; confirmando, con ello, que todo es como creemos que es.
Esto se debe no solo a que la mayor parte de nuestra compleja estructura mental es producto de la programación social, de una educación para aprender sin cuestionar, de la forma en que realiza su trabajo el sistema nervioso autónomo –el famoso piloto automático–, sino a que nuestro cuerpo guarda una memoria bioquímica de lo que sentimos, que reactiva por sí solo para funcionar, convirtiéndose en el director de la orquesta, porque, a despecho de la creencia común, todo él es mente.
Así pues, no solo un pensamiento suscita una emoción determinada, sino esta, recuperada por la memoria del órgano que la aloja, detona la idea, imagen y creencia a las que está ligada. El cuerpo se vuelve, literalmente, adicto a lo que las hormonas lo hacen sentir, no solo la del placer, la dopamina, sino adrenalina, noradrenalina y cortisol, que nos ponen en pie de lucha, nos provocan miedo y hostilidad.
Las implicaciones de esto son mucho mayores de lo que a un simple entender respecta. Me explico: casi todos hemos sido educados para el malestar, a la defensiva, para desconfiar, dar rienda suelta al pesimismo, pensar que todo cuesta trabajo, que debemos esforzarnos al máximo, dar la batalla, luchar e incluso sufrir, como una forma loable de fortaleza. Esa es la impronta que nuestro cuerpo atesora celosamente.
Así que no, no estamos realmente en el camino de sanar nuestras heridas, colmar carencias, satisfacer necesidades, gestionar emociones y sentimientos, crecer espiritualmente y establecer mejores relaciones, sino en el de dar la batalla por todo esto, porque la combinación bioquímica de estar en guerra con la vida y los demás es lo que el cuerpo conoce y maneja, cualquier otra cosa lo incomoda.
Mientras nuestro cerebro pone la mira en el bienestar, el cuerpo funciona a base de malestar y boicotea la operación autodominio, clama, seguridad, felicidad, etc. Ahora sabe de dónde viene esta idea de ser los guerreros de Dios. El piloto automático, es decir, el sistema nervioso autónomo, siempre está en modo sobrevivencia y ello implica estrés prolongado, miedo, angustia y ansiedad, entre otras emociones perturbadoras, pero muy familiares, bioquímicamente adheridas al cuerpo.
Para salir del bucle necesitamos crear lo que se conoce como sentimientos elevados: gratitud, compasión, amor al prójimo, dicha, confianza, calma, entre otras. Hay que repetir y repetir todo aquello que nos permita frecuentarlos, no solo para cambiar el enfoque, lo cual pude suceder instantáneamente, sino para que el cuerpo los aprehenda, los comprenda, se habitúe a ellos y los reproduzca.
Tenemos que crear, pues, un nuevo estado del ser opuesto a de malestar, y debe ser un trabajo placentero, no arduo, ni difícil, porque entonces el cuerpo regresa a sus viejas memorias. La imaginación es, por supuesto, el factor principal, el vehículo de esta creación.
Hoy en día hay diversos métodos, entre ellos el del autor del epígrafe de esta columna, quien asegura que los sentimientos elevados fortalecen y reparan el sistema inmune, sanan y regeneran el cuerpo. Y cómo no, si científicamente se ha comprobado que los altos niveles de cortisol y su prolongada presencia son los principales causantes de lo que conocemos como enfermedades, entre otras diabetes e hipertensión.
Esto puede ser difícil de entender para una sociedad que aún privilegia el racionalismo como método de autoconocimiento, desarrollo, inteligencia, curación e incluso de alcanzar la felicidad, o cuando menos salir del bucle, dejar de sufrir.
Ante este paradigma todavía dominante, no hay más que aclarar: todo lo que hemos deseado siempre como individuos y como especie solo puede alcanzarse aprendiendo a sentir.
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