Ten fe en lo que hay ahí adentro
André Gide
Casi todos creemos saber quiénes somos. Hablamos con seguridad sobre nuestros gustos, fobias, cualidades, defectos, habilidades y temperamento. En el fondo sabemos que, en mayor o menor medida, estamos equivocados; pero pretendemos que no, ante nosotros mismos, en principio.
Hace milenios, detectablemente desde Sócrates, existe e concepto del autoconocimiento como una forma de alcanzar lo que sea que el ser humano se proponga en su contexto, es decir, época y cultura. Puede ser la virtud, como proponía el filósofo griego, o el propósito de vida, la felicidad, el amor propio, el autodominio, un lugar en el mundo, la forma de trascender, etc. Existe gente, por supuesto, que no le ve el caso al asunto, no le reporta nada práctico, y aun así cree saber quién es.
En fin, cualquiera que sea nuestra postura sobre el autoconocimiento es necesario señalar que el ser humano “se hace a sí mismo; no está definido de antemano. Después, será lo que él haya hecho de sí mismo», como afirmó Jean Paul Sartre en su obra El existencialismo es humanismo. Es decir, sabiendo o no quiénes somos, tenemos toda la responsabilidad sobre lo que nos ocurre, pensamos, sentimos y actuamos.
Siempre estamos creando y recreando nuestra realidad, para bien o para mal, consciente o inconscientemente. Si emprendemos el camino sin fin del autoconocimiento, aprenderemos a crear o, en términos del ocultismo moderno, hacer que se manifieste material y circunstancialmente lo que queremos, de lo contrario siempre haremos realidad lo que tememos y detestamos.
Ahí está una de las razones de peso para autoconocerse. El problema es la idea que tenemos sobre los medios para hacerlo. Debido al enorme peso que le hemos dado a la racionalidad, la mayoría considera que se trata de una tarea lógica e intelectual, de deliberación abstracta a partir de lo que los demás nos dijeron que éramos: familia, maestros, amigos y demás figuras influyentes; todo ello tamizado por un intento de resolver la confusión, con un sí, no o más o menos.
Como si autoconocerse fuera solo formarse conceptos sobre uno mismo, a partir de nuestras supuestas fortalezas y debilidades, de lo que hacemos, lo que logramos, las relaciones que establecemos, los grupos a los que pertenecemos, el lugar que ocupamos en ellos, cómo lucimos y, muy importante, la forma en que justificamos todo esto. Mientras más convincente sea, más rígidos nos vamos volviendo. Cuando más dudemos, mayores posibilidades tendremos de flexibilizarnos.
El autoconocimiento, ante todo, nos permite establecer la relación sólida e íntima más importante de nuestras propias vidas: con nosotros mismos. Sin embargo, los paradigmas equivocados bajo los cuales nos hemos venidos buscando nos alejan de esa indispensable conexión, porque no solo excluyen, sino rechazan de plano el vehículo sin el cual no se avanza en el camino: la gestión emocional, considerada incluso un obstáculo.
Desafortunadamente, el hombre ha venido huyendo de sus emociones durante siglos. Y en este caso no utilizo término como un genérico, sino como un específico. La supuesta superioridad varonil sobre la mujer ha radicado histórica y eminentemente en la sobrevaloración de una racionalidad justificatoria y, por tanto, distorsionada; hoy, por cierto, en franca decadencia. La fuerza física ha sido la última ratio, excepto en los brutos. De ahí los emergentes planteamientos de las nuevas masculinidades.
Todas las emociones, buenas y malas, nos gusten o no, son de principalísima utilidad en nuestras vidas. Decirles sí o no hace toda la diferencia. Su dominio equivale al autodominio, pero también a esa contraparte de la libertad que casi nadie quiere asumir: la responsabilidad.
Así, si mis emociones me esclavizan, porque son culpa de otro, no tengo entonces responsabilidad por ellas, lo mismo que si me niego a sentirlas. Sin embargo, no hay otro camino al autoconocimiento que decirles sí, y para dar el primer paso debemos dominar una habilidad llamada validación emocional, pero eso es para la próxima columna.
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