La paz comienza cuando terminan las expectativas
Sri Chinmoy
A pesar de la confusión, casi generalizada, la expectativa nada tiene que ver con la esperanza. Su origen etimológico, de acuerdo con el Diccionario de la Lengua Española es la palabra expectatum, que significa mirado, visto; mientras que en el otro caso se trata del término sperare, esperar.
Estar observando, o ser expectador, no es lo mismo que esperar, y éste verbo tampoco refleja el complejo significado de lo que entendemos por esperanza, que es tanto un ánimo positivo que surge cuando se presenta como alcanzable lo que se desea, como un estado del alma de confianza absoluta en que todo estará bien, incluso sin que sea lo que deseamos.
Ahora bien, desafortunadamente, el mismo Diccionario define la expectativa –no obstante citar su origen etimológico– como esperanza de realizar o conseguir algo, entre otras acepciones, y es que los significados de las palabras evolucionan con el tiempo, y esto deben tomarlo en cuenta aquellos expertos en sus definiciones y sentidos.
En fin, que esta confusión o, mejor dicho, deformación, si se quiere solo transformación gradual del significado del término, nos ha impedido –debido a que las palabras son cercos lingüísticos que determinan el pensamiento– acercarnos a lo que la psique hace en realidad cuando está a la expectativa, que no es otra cosa que exigir, a la vida, a los otros y a nosotros mismos, que las cosas sucedan como creemos que deben suceder.
Debido a su carácter de exigencia, y no de espera, la expectativa constituye en principio falta de aceptación y, por tanto, negativa previa a cualquier posibilidad de adaptación a una situación diferente a la que decretamos, conscientemente en algunas ocasiones, inconscientemente la mayoría de las veces.
Debido a que las expectativas, además, parten de creencias, involucran una gran carga emocional, de manera que si las cosas no suceden como queremos, sufrimos.
Como cualquier cosa en la vida psíquica de los seres humanos, las expectativas tienen una función positiva, pero nos juegan en contra cuando están ocultas para nosotros mismos, lo cual sucede la mayor parte de las veces, porque no parten de un impulso consciente de realizar algo, sino de un estado pasivo de exigencia, originado en creencias inculcadas educativa y culturalmente.
Las expectativas también provienen de toda esa gran variedad de heridas infantiles que en su momento no teníamos capacidad de procesar, y que nunca procesamos porque nadie nos dijo que había que hacerlo ni cómo. Esto ha sido, hasta el momento, la gran omisión educativa de la humanidad durante toda su existencia como especie.
Nacidas del dolor, las expectativas son corrosivas para el alma de quien las tiene y para la de quienes se convierten, sin saberlo, en depositarios de las mismas, porque siempre subyace a ellas la exigencia de que nos sanen, nos compensen o, en última instancia, no hagan nada que nos hiera, cuando somos nosotros mismos quienes nos herimos a través del otro.
En su carácter de exigencias, las expectativas se convierten en los términos de los contratos emocionales no hablados que establecemos con la vida, con nosotros mismos y con los demás. En la pareja se convierten en uno de los mayores problemas. Ambos están mutuamente exigiéndose una multiplicidad de cosas sin decírselo siquiera, esperando que el otro lo dé por hecho o lo adivine. De ahí las peleas que parten de acusaciones: me decepcionaste, me traicionaste, me fallaste, no eres lo que esperaba, has cambiado, me lastimas, no cumples, etc., etc.
Todas estas expectativas ocultas nos hacen daño porque se trata de exigencias irracionales, procedentes de creencias erróneas y de un pasado que no hemos sabido resignificar, que duele todavía, y que nos carga de viejos y nuevos resentimientos que depositamos en cualquiera que no cumpla lo que calladamente le hemos impuesto.
Cuándo sí y cuándo no tener expectativas y cómo manejarlas, para el próximo artículo.
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