Romero sabía que pronto le quitarían la vida. Un día antes de su ejecución, en su homilía, dijo: “… En el nombre de Dios… Y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuoso, les suplico, les ruego, les ordeno, en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”.
En la abadía de Westminster, esculpidas en piedra, hay varias imágenes de mujeres y hombres que dieron la vida por su fe. Protagonistas del siglo XX que llevaron al límite su amor por Cristo.
El origen de la abadía se remonta al siglo IX y desde la construcción de esa parte del templo, en la puerta oeste, quedaron diez hornacinas vacías. Fue el 8 de junio de 1998 cuando, en presencia de la reina Isabel, se develaron las imágenes de diez mártires cristianos, entre ellos Óscar Arnulfo Romero, latinoamericano y católico.
Romero nació en El Salvador en 1917. Cuando él tenía quince años, Farabundo Martí se levantó en armas; el futuro santo supo de la muerte de 25 mil indígenas a manos del gobierno. En 1937 ingresa al seminario y en 1942 se ordena sacerdote en Roma. En 1970 es designado obispo y en 1977 arzobispo de San Salvador. En 1978, la Universidad de Georgetown le otorga el doctorado honoris causa y en 1980 la de Lovaina (2 de febrero). Un año antes fue propuesto para el Premio Nobel de la Paz.
Óscar Arnulfo Romero y Galdámez fue muerto el 24 de marzo de 1980. Nueve años después, un comando ingresa a la Universidad de Centroamérica José Simón Cañas para asesinar al jesuita Ignacio Ellacuría. Romero subió a los altares el 14 de octubre de 2018. Los oligarcas hicieron todo lo posible para evitar la canonización.
En la cuarta carta pastoral, Misión en la Iglesia en medio de la crisis que vive el país, Romero señala: “El gobierno se muestra impotente para detener la escalada de violencia en el país. Más aún, una sospechosa tolerancia de bandas armadas que, por su persecución implacable a los oponentes del gobierno, podrían considerarse como servidoras suyas, contradicen, en la práctica, las enfáticas declaraciones del gobierno contra toda clase de violencia”.
En otra ocasión anunció: “Si denuncio y condeno la injusticia es porque es mi obligación como pastor de un pueblo oprimido y humillado. El Evangelio me impulsa a hacerlo”. Y agregó: “He sido frecuentemente amenazado de muerte. Debo decirle que, como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección. Si me matan resucitaré en el pueblo salvadoreño”.
Romero sabía que pronto le quitarían la vida. Un día antes de su ejecución, en su homilía, dijo: “… En el nombre de Dios… Y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuoso, les suplico, les ruego, les ordeno, en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”.
El santo en una homilía pronunciada en mayo de 1977 señaló: “La violencia la producen no solo los que matan, sino los que impulsan a matar”. Yo agregaría que también los políticos que no asumen la responsabilidad de combatir al crimen.
Por cierto, como diría Ellacuría: “En tiempos como estos no hay cosa más práctica que la teología”.
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