Somos sanados del sufrimiento solamente cuando lo experimentamos a fondo
Marcel Proust
En el episodio anterior hablamos de la naturaleza eventual del dolor y del carácter de estado sentimental prolongado del sufrimiento, así como del rol social de éste último, que ha pasado a constituir un ideal de virtud, sobre todo cuando se le abraza con resignación y en la pobreza, porque si no se sufre, no se es suficientemente pobre para ascender al reino de los cielos sin filtro. Nos formamos entre dichos populares, películas y telenovelas que reforzaron este paradigma.
Sentirse bien no siempre tiene ganancias secundarias, las que obtenemos en nuestra interacción con otros para compensar nuestras carencias y heridas. De hecho, es muy común que nuestra felicidad moleste y nuestro sufrimiento atraiga.
Si necesitamos reconocimiento –el cual causa adicción, por cierto, puesto que se trata de un compensador–, sufrir será una vía privilegiada, incluso hoy en día, en que presenciamos el boom de las felicidades artificiales, las que se construyen acomodaticiamente, descontextualizando y mercadeando la espiritualidad.
En el amplio pero inconexo menú espiritual de las redes sociales hay múltiples caminos muy recurridos, como la misión y el propósito de vida, el aprendizaje o la felicidad a toda costa. El problema de toda esta venta de respuestas es que está dirigida a una sola pregunta: ¿cómo hago para no sufrir ni sentir dolor?
De inicio, un imposible, ninguno de los dos se puede no sentir, pero ambos se pueden y se deben gestionar, para obtener las ganancias primarias, es decir, aquellas que nos hacen madurar, adquirir habilidades para tener una mejor vida, la que decidamos por nosotros mismos, y ampliar nuestra conciencia.
Ya quedó claro en la entrega anterior que resistirnos al dolor es natural, y hacerlo hasta que estemos preparados para gestionarlo también, pero esto causa sufrimiento. Toda resistencia a la realidad lo produce, porque la fuerza de aquello que resistimos crece. Es una ley de la física y funciona para cualquier energía.
Extender esa resistencia más tiempo de lo necesario prolongará también el sufrimiento, y como éste no puede ser tolerado durante mucho tiempo sin que el cuerpo nos cobre factura con enfermedades, además de ser “incorrecto”, recurrimos al truco mental de disfrazarlo. Prácticamente le ponemos una botarga para que no se vea la persona que hay dentro.
Así pues, el sufrimiento tiene dos manifestaciones que frecuentemente coexisten: la tortura interior y el drama, una real y una ficticia, la persona y la botarga: La primera nos carcome por dentro, pero puede prescindir de la segunda, nunca al revés, porque ésta última es una elaboración para tapar la otra y ser aceptados.
Ahora bien, el tormento mental está generalmente oculto; no queremos que nadie vea que nos morimos de miedo y nos sentimos insuficientes, no merecedores, porque perjudica la imagen que deseamos proyectar, la estructurada mediante el drama, la de esa desgraciada persona a la que siempre le suceden cosas malas a pesar de lo buena que es.
La auto tortura interior, nacida del “no quiero sentir esto”, es inevitable, es un proceso por el que debemos transcurrir para crecer y fortalecernos, apreciar y agradecer a vida, disfrutar todo lo que tenemos, volvernos sabios y compasivos, templados y resistentes ante las condiciones adversas. Es lo que finalmente nos prepara para recibir con paz el dolor y salir de él transformados. Eso no la hace deseable, por supuesto, pero, de hecho, es lo único que la debilita hasta extinguirla.
La aventura de vivir el sufrimiento verdadero, con conciencia de lo que nos sucede, nos muestra que la ganancia obtenida con la botarga del drama no vale la pena. Se trata de una careta, un sufrir artificial, aunque sublimado, producto de un cuento triste que nos contamos a nosotros sobre nosotros, para para convencer a los demás de que somos víctimas de la vida y no de nuestras resistencias.
Y para terminar la aventura… el próximo artículo.
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