Además del eclipse de sol, que los de la NASA llegaron a Mazatlán para documentar, fue noticia de la semana el allanamiento a la embajada de México en Quito, Ecuador.
Jorge Glas, vicepresidente de ese país de 2013 a 2017, cumplía prisión domiciliaria por corrupción, pero huyó de su casa en diciembre y llegó a la embajada mexicana “como huésped”.
El gobierno ecuatoriano informó al mexicano que estaba acogiendo a un hombre juzgado y sentenciado y no, a un perseguido político.
López Obrador no se inmutó y así pasaron meses.
Pero minutos antes que la policía, desafiando la inviolabilidad de las sedes diplomáticas consagrada por la Convención de Viena en 1961, entrara a la embajada para tomarlo preso dio a Glas un asilo político que no había solicitado y luego, rompió relaciones con Ecuador por haber violado la soberanía nacional.
Organizaciones y países, con excepción de Estados Unidos y Canadá, le mostraron apoyo.
Y la canciller Alicia Bárcena denunció lo sucedido ante la OEA; pero su contraparte ecuatoriana Gabriela Sommerfeld, justificó la decisión alegando su propia soberanía.
“No es lícito que las personas juzgadas, sentenciadas y condenadas por nuestros tribunales por delitos comunes, reciban asilo” dijo.
Y agregó que Ecuador lleva meses combatiendo narcotraficantes vinculados a Glas y se informó a México sobre la ilegalidad que cometía, agravada porque se supo Glas sería sacado disfrazado del país.
No sería raro, porque cercanos a Glas y como él prófugos de la justicia, dejaron Ecuador con ayuda del gobierno mexicano y algunos están laborando en la oficina de López Obrador.
En fin, la OEA y otras instituciones internacionales deben resolver cual soberanía vale más en este complicado caso.
Que puede enredarse aún más, conociendo los antecedentes de Glas y de AMLO, los recientes informes de que intentó suicidarse y se niega a comer y la tradición de gobiernos mexicanos, en tapar cochinadas.
De una fui testigo en 1977, como enviada del periódico El Día a Haití y el protagonista fue el embajador del presidente José López Portillo, Rafael Eugenio Morales Coello.
“Gobernaban” ese paupérrimo país el Baby Doc Duvalier, su esposa, su madre y los despiadados Tonton Macoutes.
Con los que topé desde el aeropuerto de Puerto Príncipe, porque aventaron mis maletas a un taxi luego que esperé horas a personal de la embajada que iría a recogerme.
El taxi me llevó a las oficinas de la embajada, donde adujeron que estaban todos ocupados en ayudar al embajador a arreglar su residencia y que enfrente, había un hotel donde podía alojarme.
El trayecto hacía allá, confirmó la desolación que advertí desde el avión.
Los cerros estaban calvos por la tala de bosques para combustible y todo contrastaba con el verdor y la hermosura de la República Dominicana, donde había estado semanas antes y con la que Haití, comparte isla.
No había luz ni agua, había que lavarse los dientes con agua mineral o sprite, se importaba todo y costaba horas y dinerales comunicarse con México.
Estados Unidos había mandado Marines con plantas generadoras de luz, para dar a Puerto Príncipe un poco de electricidad por las noches, cuando aprovechaba para bañarme.
La insultante pobreza era más irritante por el lujo de hoteles y boutiques y sobre todo, el palacio de Duvalier y sus leones dorados.
Haitianos famélicos deambulaban buscando empleo y cualquier cosa para comer o cubrirse; a veces encontraban pedazos de caña que chupaban con ansias, mientras les caía encima la basura aventada por los ricos desde las colinas.
De los delgados brazos de hombres y mujeres que no usaban calzones, colgaban hilos de coser que vendían por metro. ¿Se imaginan la pobreza en que hay que estar, para vender o comprar hilos por metro?
Me registré y atravesé la calle para hablar con el embajador; no me recibió y tampoco otras seis veces que volví a buscarlo.
Cada que salía a recorrer la ciudad para reportear, niños que me seguían a todas partes buscando una moneda señalaban la residencia mexicana gritando “la morte, la morte”, haciendo muecas y torciendo los ojos.
Y cuando corrieron despavoridos porque se acercaban enormes y negras manos armadas con metralletas, insistí en tocar el timbre para indagar la razón para que extranjeros cuidaran nuestra embajada.
Abrió la sirvienta que ya me había atendido; y supe que el embajador no estaba, porque relajada y sonriente me pasó a una sala y ayudada por un diccionario español-creole quiso saber si López Portillo, cuyo retrato estaba en una de las paredes era negro y yo turista.
Para congraciarme con ella le dije que mulato y yo periodista; preguntó si estaba ahí por los “refugées”.
Casi muerta de susto, le dije que sí; que si podía verlos…
De la mano me llevó a una escalera que daba a un sótano y por su enrejada ventanita pude ver las sombras de dos o tres personas.
Al oír que un auto paraba, me jaló a la sala; justo a tiempo, porque entraba el embajador con su anciana madre y cargando una ladradora perrita a la que daba besos en el hocico.
Tras su sorpresa al encontrarme en su sala y mis reclamos por no haberme recibido, se quejó por el tiempo que perdía “en esta casa que estaba infame” y porque López Portillo lo hubiera mandado “a este repugnante país de negros, con los que no se puede hablar de nada y menos de literatura, que es lo que me interesa.”
Lo dejé hablar un rato, prendí mi grabadora y le pregunté de sopetón si podía entrevistar a los asilados.
Saltó del sillón y con palabrotas y agitando los brazos, negó que los hubiera.
Para mi protección y de la muchacha que me había mostrado el calabozo, contesté que el director de mi periódico Enrique Ramírez y Ramírez, había llamado para pedirme le preguntara por qué no había avisado a Relaciones Exteriores.
Me miró con furia, afirmando que estaba esperando que el gobierno haitiano dijera “lo que se podía negociar”.
Recordé en ese momento lo que me había chismeado una secretaria de la embajada: “el embajador cambia asilados por dólares y sacos de cemento, que vende en el mercado negro y luego los matan los Tonton en el jardín.”
Discutimos y argumenté que México jamás negociaba el asilo a perseguidos y finalmente con gritos más agudos que los ladridos de su animal, me dijo “lárguese y cuídese, conmigo no se juega.”
Como del hotel fue imposible hablar a México, corrí a la embajada estadounidense.
Me recibieron amablemente, me dieron documentos y datos sobre las violaciones del Baby Doc a los derechos humanos y el interés del presidente Carter y su embajador especial Andrew Young, en preservarlos.
Me presentaron a corresponsales extranjeros a quienes, perdiendo la exclusiva, informé sobre los asilados para evitar que fueran a desaparecerlos y me ofrecieron la compañía permanente de tres Marines,
Y una noche al regresar al hotel de la horrible ceremonia del Vudú cuyos tambores se oían desde las 6 de la tarde, encontré mis maletas abiertas, mi ropa tijereteada, mi Olivetti destruida, los rollos velados, mis apuntes y grabadora hechos pedazos y la cinta de los casetes de fuera.
Pero la entrevista con el embajador, la traía siempre conmigo.
Los gringos me llevaron al aeropuerto para volar a México con escala en Miami, de donde hablé a El Día.
Ramírez y Ramírez me recibió en el aeropuerto para llevarme a ver al secretario de Relaciones Exteriores, Santiago Roel.
Le conté lo visto y oído, escuchó mi entrevista con su embajador y pidió esperar antes de publicarla para salvar a los refugiados; lo que se hizo, con ayuda del presidente Carter.
El embajador dejó de serlo, pero para tapar los hechos el gobierno borró su nombre de la lista de embajadores mexicanos.
Siempre busqué más información y como tarde o temprano todo se sabe, 32 años después encontré un cable oficial del gobierno estadounidense desclasificado en 2009 por Wikileaks, que lo describe como un tipo raro que no se mezcló con otros diplomáticos y fue el embajador dueño del récord de menor estancia en Haití “volvió a México el 29 de noviembre de 1977 abruptamente y por razones que nos interesaría salieran a la luz”.
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