VIVIR EN PRAGA (VIII)

 

Una casa de la Ciudad Vieja de Praga tiene en su fachada las figuras de tres indios piel roja, que fueron parte de un episodio relacionado con los zoológicos humanos que estuvieron de moda en Europa durante siglos y hasta 1958.

Sus protagonistas eran indígenas arrancados de sus comunidades, para ser exhibidos ante los “civilizados” europeos.

Y si eran de lejos o tenían deformidades, los dueños de esos zoológicos cobraban más por verlos.

Entre otras vergüenzas, está la historia de Jimmy Button; adolescente yagan del sur de Chile que el capitán FitzRoy del barco Beagle, quitó a su madre a cambio de unos cuantos botones de concha nácar.

En ese viaje y en las mismas islas, FitzRoy robó otros tres niños a los que bautizó York Minister, Fuegia Basket y Boat Memory.

Vistió a los cuatro como ingleses, los presentó en la corte del rey Guillermo IV y la reina Adelaida regaló a Fuegia, la única niña del grupo, un sombrero que debía usar diariamente.

Los sufrimientos de esas criaturas fueron intensos, Fueguia fue violada y Boat Memory, el más pequeño, murió de viruela a poco de llegar a Inglaterra.

Un año después, el joven naturalista Charles Darwin viajó con FitzRoy en el segundo viaje del Beagle; barco que dio nombre al canal que en el extremo austral de América del Sur conecta al Océano Atlántico con el Océano Pacífico.

Llevaban a Jimmy de regreso para que enseñara a su gente a comer con cubiertos y “buenas maneras”; fallida expectativa, porque aventó las ropas y se subió a una canoa para navegar desnudo por los fiordos del fin del mundo, negándose a volver a Inglaterra.

En sus apuntes sobre ese viaje, Darwin explicó que Jimmy nunca entendió la razón por la que debían convertirse al cristianismo los habitantes de Tierra del Fuego.

“Su etnia no tiene conceptos de Dios y el Diablo y alegaba con orgullo que no podían huir de un diablo que en sus islas no vivía”.

Pero como creían cumplir una misión celestial, ingleses y misioneros siguieron llegando a “convertir paganos” por las buenas o por las malas; y buscando a Jimmy para que sirviera de intérprete.

Y tal vez lo encontraron, porque se dice que él y sus familiares asesinaron a algunos misioneros cuando otro secuestraba a uno de sus hijos para llevarlo a Londres, bautizado como Threeboy.

Sostiene el historiador chileno Christian Báez que matar a un Kawésqar antes del siglo XX no se consideraba en Chile asesinato de persona; el Estado los había declarado “en la frontera entre humanidad y animalidad” y como no eran sujeto de derechos, quedaron a merced de marinos y comerciantes.

Y de autoridades como el intendente de Santiago, Benjamín Vicuña Mackenna, quien para las Fiestas Patrias de 1873 expuso junto a obras de arte y objetos religiosos, a dos hombres y una mujer de Tierra del Fuego.

Que el Mercurio de Valparaíso presentó, como “caníbales capturados por el gobernador de Punta Arenas, por comerse un contramaestre y tres marineros de una goleta que naufragó”.

Recuerdo ahora porque vivía en Chile con Matías cuando sus restos fueron repatriados, el calvario vivido por once indígenas Kawésqar y Selk’nam, entre ellos un niño de ocho años, robados por Maurice Maitre y exhibidos en esos zoológicos europeos.

Y cuyo destino fue rastreado por Báez tras ver en Francia sus fotografías y en Bruselas la cárcel donde estuvieron detenidos, por negarse a actuar tres veces al día.

Pudo averiguar que había osamentas de indígenas chilenos en el Departamento de Anatomía de la Universidad de Zurich y supo que eran ellos, porque uno de los profesores leyó en los archivos que el clima, costumbres y comida provocaron que murieran cinco en 1882.

Al publicarse los hallazgos, las comunidades exigieron regresarlos; la presidenta Michelle Bachelet envió un avión y a cinco fueguinos a recogerlos y en enero de 2010, fueron dejados en canastos de junco en una cueva de la isla Karukinká, muy cerca del lugar donde 130 años antes habían sido capturados, para cumplir el ritual funerario de esos pueblos canoeros.

Sostiene Báez que la iglesia católica participó también en las exhibiciones de seres humanos y su misión en la Isla Dawson llevó a la exposición de Génova de 1892, a varios “catequizados”.

Un artículo sobre este tema, publicado el 22 de octubre del año pasado por la BBC y firmado por Dalia Ventura, precisa que el cardenal Hipólito de Medici se ufanaba de tener en su colección de «bestias exóticas» a moros, tártaros, indios, turcos y africanos, que hablaban más de 20 lenguas.

Y cita el caso de Saartjie Baartman “la Venus Hotentote”, sudafricana de la etnia khoikhoi exhibida durante cinco años en ferias donde por un pago extra, se permitía tocar “sus nalgas exuberantes”, consecuencia de una enfermedad.

Cuando en Londres se prohibió su exhibición, la llevaron a Paris; donde murió en 1815 enferma y alcohólica al cumplir 25 años.

Pero aún muerta, siguió siendo espectáculo; su cerebro, esqueleto y genitales se mostraron durante 160 años, hasta 1974, en el Museo del Hombre de París.

En 1994 el presidente de Sudáfrica Nelson Mandela solicitó a su colega francés François Mitterrand, la entrega de sus restos; que cuestiones burocráticas retrasaron hasta 2002.

Los zoológicos humanos de París, New York, Londres y Berlín, agrega la BBC, fueron vistos por mil 400 millones de personas y los últimos mostraban aldeas enteras con sus habitantes desnudos y a menudo enjaulados.

Y eran en realidad sobrevivientes, porque la mayoría de los capturados moría en el viaje a Europa o poco después.

Con estos zoológicos, que se extinguieron después de la Segunda Guerra Mundial y curiosamente fue Hitler quien primero los prohibió en 1938, empezó a medirse y clasificarse personas, para “probar” que hay razas mejores y peores; algunas más cerca de los simios, que de los europeos.

Bueno, decía al inicio que una de esas exhibiciones llegó a Praga a mediados del siglo XIX con tres indios piel rojas.

Según relata el libro Beautiful Stories of Golden Prague, el comerciante inglés que los llevó se frotaba las manos; hubo lleno total, hasta la noche que un viejo campesino del sur de Bohemia acudió a ver esas maravillas vestidas con pieles y plumas, de rostros y brazos pintados de colores y devorando carne cruda en el escenario.

Feliz de poder contar a su vuelta lo que se admiraba en la capital, se sentó a disfrutar la función.

Pero algo le resultó familiar y gritó Honzik y la mujer piel roja volteó sorprendida; gritó otros dos nombres y voltearon los otros dos supuestos indios.

Eran de Libejice, habían trabajado para él y los había despedido por rateros.

Con eso, acabó la fiesta; los tres checos y el inglés huyeron despavoridos y al poco tiempo se grabaron sus figuras en la pared del teatro donde actuaron y desde entonces se conoce como Casa de los Tres Salvajes.

 

Autor

Teresa Gurza