Les decía hace ocho días, que en 1848 los checos y otros pueblos del imperio austriaco consiguieron la autonomía, pero pronto fueron sometidos por tropas imperiales que, en el primer bombardeo de la historia, destruyeron Viena y Praga.
Pero la Historia enseña que los imperios caen y en 1918, a consecuencia de la Primera Guerra Mundial, desapareció el austrohúngaro y surgió Checoslovaquia con Praga como capital.
Veinte años después, a mediados de 1938, inició para los judíos un terrible periodo de sufrimiento.
El odio hacía ellos inició en Europa en la Edad Media, impulsado por cristianos que les prohibieron ejercer algunas profesiones y los acusaron de envenenar fuentes y causar epidemias.
En los siglos siguientes la religión tuvo papel menor, pero se acentuó el nacionalismo y la idea de que pertenecían a un pueblo diferente.
Y en 1934 el militar austríaco Adolf Hitler que era canciller de la República de Weimar, se proclamó líder imperial al morir el presidente Paul von Hindenburg.
Hitler promovió el rearme de Alemania, transformó la República en Tercer Reich y estableció un régimen totalitario.
Sus sentimientos racistas se advirtieron desde 1933, cuando segregó a miles de judíos alemanes de la vida social y económica.
En marzo de 1939, traicionando el pacto de no agresión Ribbertrop-Molotov firmado con la Unión Soviética, invadió Checoslovaquia; separó a Eslovaquia y creó con Chequia el protectorado de Bohemia y Moravia.
Seis meses después, atacó Polonia violando el Tratado de Versalles de 1919 que fijaba las condiciones de la paz tras la Primera Guerra Mundial, iniciando la segunda.
Y ordenó asesinar a 17 millones de judíos, socialistas, discapacitados, comunistas, homosexuales, testigos de Jehová y gitanos.
Se desconoce si su odio a los judíos era disfraz por ascendencia judía o venganza por una enfermedad venérea que le contagió una prostituta judía.
En Checoslovaquia prohibió a los judíos ir a escuelas, universidades, comercios y baños públicos; les confiscó propiedades y obligó a poner estrellas amarillas en sus casas y a coserlas en sus ropas para señalarlos.
Las familias fueron separadas y decenas de miles de judíos praguenses, enviados a un pueblo a 61 kilómetros de Praga rodeado por un profundo foso; y construido en 1780 para ser usado como cárcel por el emperador José II, que lo bautizó Terezin “en honor” a su madre la emperatriz María Teresa.
Terezin fue escala hacía campos alemanes de exterminio como Auschwitz; donde millones de judíos europeos, fueron tatuados con números en los brazos y gaseados.
Con capacidad para 7 mil personas, albergó alrededor de 155 mil checos, alemanes, holandeses, y daneses; murieron ahí, 33 mil 500 de hambre y enfermedades infecciosas y sobrevivieron 23 mil.
Su valentía y solidaridad les permitieron tener clandestinamente conferencias, conciertos y educación para sus niños.
En pedazos de papel escamoteados a los alemanes, dibujaron las atrocidades que sufrían y lograron enviarlos a otros países, para difundir lo que sucedía.
Cuando viví en Praga vi algunos de esos dibujos en el conmovedor museo de la Sinagoga de Praga, junto a fotografías tomadas por los soldados que liberaron Terezin en mayo de 1945.
Tras la batalla de Stalingrado los ejércitos aliados derrotaron al ejército alemán y rodearon Berlín; y el 30 de abril de 1945, Hitler se suicidó en su bunker junto a su pareja Eva Braun; con quien se había casado la víspera.
Al finalizar la guerra, Checoslovaquia aceptó el Plan Marshall de Estados Unidos, para la reconstrucción de los países de Europa Occidental que habían sido devastados.
Temiendo la URSS que pudiera ayudar a la derrota del partido comunista en las elecciones de 1948, obligó al presidente de Checoslovaquia Edvard Benet, a salirse de él y entregarle el poder.
Y en 1964, veinte años antes que Gorbachov en la Unión Soviética, los checos buscaron un “Socialismo con rostro humano” libertades individuales y desarrollo.
Fue la Primavera de Praga, que encabezó el presidente Alexander Dubček y aprobó el jefe máximo soviético Leonid Brézhnev.
Por miedo a cambios profundos que pudieran imitar países vecinos, Brézhnev envió 170 mil soldados y 40 tanques del Pacto de Varsovia, a invadir Checoslovaquia la noche del 20 de agosto de 1968.
Para vergüenza de todos los países del Pacto, solo Rumania se opuso a la invasión.
Y para oprobio de los cientos de partidos comunistas y socialistas del mundo, solo la condenaron los partidos comunistas de México, Italia, Francia, España, Japón y República Dominicana.
Recuerdo los aplausos a la delegación checa y los chiflidos a la soviética, en el desfile de atletas que en octubre de 1968 inauguró en el estadio de Ciudad Universitaria las Olimpíadas de México, a las que fui con Matías.
Volviendo a Praga, Dubček fue llevado por la fuerza a Moscú; regresó a Checoslovaquia y fue expulsado del partido, retirado de la política trabajó 20 años en una empresa forestal eslovaca.
Y cuando el 17 de noviembre 1989, aprovechando la crisis que llevaría a la disolución de la Unión Soviética surgió la Revolución de Terciopelo y Checoslovaquia salió de su órbita, los checos lo perdonaron y nombraron presidente de la Asamblea Parlamentaria.
En 1993 Checoslovaquia se dividió en las República Checa y República de Eslovaquia, con Praga como capital de la primera.
Y entre sus edificios sigue sobresaliendo la Universidad Carolina, su rectorado funciona desde 1611 en la Casa de Rothlév, que regaló a la universidad Wenceslao IV en 1383.
Cuenta el libro Beautiful Stories of Golden Prague, del que he sacado datos para estos artículos, que Rothlév fue ambicioso dueño de muchas propiedades y desoyendo las súplicas de su esposa, quiso explotar una mina de oro.
La veta minera era raquítica, no alcanzaba para pagar salarios y debió vender casa por casa y viñedo tras viñedo y finalmente, las alhajas de su mujer.
Solo quedaba su velo de novia, cuando el capataz confío a Rothlév que había soñado un punto brillante y lo señaló informándole, que los obreros no seguirían cavando si no pagaba lo adeudado.
Como ella se negaba a perder esa joya tejida con hilos de oro y perlas, lo empeñó.
Y no pudiendo esperar al día siguiente, fue a atisbar el lugar soñado por el capataz y vio un ratoncito; le aventó un martillo que no lo alcanzó, pero rompió una piedra que dejó ver la ancha veta que le devolvió la riqueza.
Recuperó el velo de novia y reconstruyó su casa, hoy magnífica sede del rectorado carolino.
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