A cincuenta años del golpe de estado, Estados Unidos le debe una disculpa a Chile  

Foto: Wikimedia

Kissinger reconoció su intervención en el desprestigio del gobierno allendista y el golpe militar

 La mañana del 11 de septiembre de 1973, prendí la televisión para ver las noticias; pasaban escenas del golpe militar contra el presidente constitucional de Chile, Salvador Allende.

Conocí Chile a finales de 1968 y a partir de que en 1970 empecé a trabajar como periodista, regresé por largas temporadas.

Me atraía la vía electoral al socialismo “con sabor a empanadas y vino tinto” y conocedor de la importancia de los medios en que trabajaba, Allende me dio tres entrevistas reiterando que solo saldría de La Moneda “como Balmaceda, con los pies por delante y en un pijama de madera”.

Me invitó dos veces a almorzar y a la ceremonia en la que firmó la nacionalización del cobre “siguiendo el ejemplo de Lázaro Cárdenas con el petróleo” y en noviembre de 1971, me presentó en el aeropuerto de Pudahuel a Fidel Castro que llegó en una visita que, por su extensión y discursos radicales, no ayudó al proceso chileno.

Matías era contrario a Allende y me sugería preguntas, me enseñaba a formularlas, me conseguía entrevistas con ideólogos y dirigentes de oposición como Jaime Guzmán y Antonio Tagle, Patricio Aylwin y Sergio Onofre Jarpa.

Y me llevaba recorrer las colas frente a comercios de Santiago y comunas cercanas, para que hablara con gente común.

La mayoría se quejaba de diarreas por comer pan de afrecho a falta de harina de trigo; de la escasez de alimentos, navajas Gillette y cigarros; de angustia por posibles atentados y del llanto de bebés, que no dormían porque no había chupones.

Otros acusaban a la derecha de los problemas y acaparar productos para crear desbasto; y se armaban discusiones que mostraban creciente polarización.

Me llevaba también al aeropuerto, para enviar con rapidez películas y casetes a las televisoras y yo dictaba las notas, desde el teléfono de su rancho en Polpaico o por el de mi cuarto en el Hotel Carrera.

Había inflación y mercado negro de dólares.

Y como pocos compraban y chilenas y chilenos vestían de obscuro, podía comprarse a precios de ganga ropa importada linda y colorida y pantalones, chamarras y maletas de cuero, en tiendas de la calle Ahumada.

Escaseaba el agua y nos divertían los letreros “Ahorra agua, báñate acompañado” “La virginidad produce cáncer, vacúnate” y dolían los jardines secos por falta de riego.

Donde no se notaba la crisis, todo era amor y había rico desayuno, comida o cena, según la hora de llegada, era en el Hotel Valdivia de Santiago.

A sus habitaciones con techo y paredes de espejos o decorados temáticos de junglas y selvas, frisos griegos, cascadas o playas con hipocampos y estrellitas de mar y equipadas con sandwichitos, pisco sour de bienvenida y frigobares que eran novedad en Chile, acudían los que se gustaban o querían.

Porque la de Chile, era una sociedad conservadora; los obispos tenían en todo la primera y última palabra y también las de en medio; no había divorcio y los hoteles “decentes”, no aceptaban a quienes llegaban sin equipaje; como si las maletas fueran acta de matrimonio o certificados de pureza.

Cerca de la Navidad de 1972, la atención nacional se centró con morbosidad en los jugadores del equipo uruguayo de rugby Old Christian Club, pasajeros del avión caído el octubre anterior en la nevada Cordillera de los Andes.

Y fuimos al recién inaugurado hotel Santiago Sheraton, en las faldas del cerro San Cristóbal, a la conferencia de prensa en la que Nando Parrado y Roberto Canessa, narraron sus terribles vivencias y caminata, hasta topar con un arriero; que avisó a las autoridades, posibilitando el rescate de sobrevivientes.

Pero pronto se volvió a los conflictos y preocupaciones políticas y al anochecer del 31 de diciembre de 1972, regresando de Talagante donde compramos jitomates y otras cosas para la cena familiar de Año Nuevo, oímos por Radio Cooperativa críticas a “bigote blanco” y llamados a brindar por que se fuera.

Y conforme pasaban días, semanas y meses de 1973, la situación entre izquierda y derecha se agudizaba.

Se provocaba al gobierno, acusaba a Allende de no respetar las leyes y se insultaba al ejército por no intervenir.

Y en el propio conglomerado del presidente, no eran prudentes; le exigían reformas más profundas y asustaban con gritos “los momios (conservadores) al paredón y las momias al colchón”.

Esos y otros recuerdos se me agolpaban en la mente esa mañana del 11 de septiembre de 1973 mientras veía salir llamas del bombardeado Palacio de la Moneda y oía los atemorizantes bandos pinochetistas.

Matías decía que los militares chilenos no eran como otros del Cono Sur y jamás darían un golpe de Estado.

Intenté hablarle al rancho, que para entonces la reforma agraria iniciada por el presidente demócrata cristiano Eduardo Frei y continuada por Allende había expropiado 600 hectáreas y sus trabajadores tenían “intervenido” con barricadas a mitad de la hermosa alameda de entrada.

La conexión siempre tardaba porque era a través de una operadora local que solía escuchar conversaciones ajenas, pero ese día parecía cortada toda comunicación con Chile.

Y cuando bomberos y soldados al mando del vicealmirante Patricio Carvajal, sacaron de la Moneda el cuerpo de Allende envuelto en un poncho a rayas, no esperé más y partí a la embajada.

El embajador Hugo Vigorena sostenía que no podía confiar en agencias capitalistas y haría declaraciones hasta tener información de la cubana Prensa Latina.

A las 6 de la tarde, el teletipo arrojó el cable; Vigorena redactó un comunicado y me pidió dar oficialmente la noticia; lo hice en cadena nacional, desde el Canal 11 del Politécnico.

El presidente Luis Echeverría rompió relaciones diplomáticas, ofreció asilo a quien lo pidiera, envió un avión por la familia Allende y decretó luto nacional 17, 18 y 19 de septiembre.

Su embajador Gonzalo Martínez Corbalá, atendió a cientos de refugiados, rescató y tramitó salvoconductos para Hortensia Bussi, viuda de Allende, sus hijas Isabel y Carmen Paz y nietos pequeños.

Y Echeverría destinó a los asilados diminutos departamentos del Infonavit de Iztapalapa, amoblados sin gusto y con austeridad.

Pero no se sabía dónde alojar con privacidad y seguridad, a la familia Allende.

El conductor de tv Jorge Saldaña, con quien trabajaba en el canal 13, oyó mis infructuosas llamadas a parientes y amigos pidiéndoles una casa prestada y ofreció su penthouse frente a la Plaza de Río de Janeiro, para que lo ocuparan por tiempo indefinido doña Tencha y Carmen Paz con sus niños.

Lo aprobó Vigorena, lo checó el estado mayor presidencial y tras una rápida limpieza, lo dejamos impecable.

Y mientras el 16 de septiembre Echeverría, su esposa y gabinete las recibían de luto riguroso, llegaron sus maletas con la solicitud de desempacar la de los niños de Carmen Paz, para que pudieran cambiarlos y acostarlos a dormir lo antes posible.

Su modesta ropita desmentía que vivieran con lujos, como aseguraba la derecha.

Universitarios y partidos políticos habían formado el Comité Mexicano de Solidaridad con la Unidad Popular, que presidió el doctor Ignacio Millán y después el poeta Hugo Gutiérrez Vega.

Me invitaron a sumarme y ayudar a los asilados en sus primeros días en México y conseguirles trabajo.

La mayoría eran personas preparadas que pronto se integraron a universidades, dependencias públicas y empresas privadas.

Recuerdo a muchos, sobre todo a los que murieron sin poder regresar a Chile; y especialmente a Lisandro Cruz Ponce, ex ministro de Justicia y Derechos Humanos, asilado con su anciana esposa y nietos chicos.

Me conmovía verlo caminar con dificultad cuando en mis visitas a Iztapalapa, me alcanzaba para preguntarme si ya había trabajo para él y debía decirle que no; tenía sesenta y tantos años y era difícil que lo emplearan.

Son poco confortadores los cables que llegan de Chile en vísperas del 50 aniversario del golpe militar que el 11 de septiembre de 1973, derrocó al presidente constitucional Salvador Allende.

La polarización entre izquierda y derecha se ha agudizado impidiendo al presidente Gabriel Boric, cuya aprobación no llega al 18 por ciento, lograr que todos suscriban el “Compromiso de Santiago” para preservar institucionalidad y democracia.

Los partidos de derecha lo acusan de querer imponer como única verdad el Informe Valech, nombrado en memoria del ex obispo de Santiago Sergio Valech que auspició la recopilación testimonial, de 30 mil víctimas de la Junta Militar.

Y han determinado no asistir a las ceremonias oficiales; tampoco lo hará, el dos veces presidente de Chile, Sebastián Piñera.

La Fuerza Aérea exhibe como trofeo, uno de los aviones que bombardearon La Moneda con Allende adentro.

Los dirigentes de la extrema derecha sostienen que Allende violó leyes y para preservar la legalidad solo quedaba que el ejército interviniera, están homenajeando “a las víctimas de la izquierda”.

Y advierten que “Pinochet no hubiera existido sin Allende”

Pudo no haber existido, pero no fue generado por Allende sino por el gobierno de Nixon respaldado por la CIA.

Por la paz y la tranquilidad de chilenos de todas las tendencias que solo quieren vivir sin sobresaltos económicos y políticos y protegidos de los narcos que avanzan, izquierda y derecha debieran unirse para exigir a EU desclasifique completos y sin taches ni párrafos en blanco, como ha venido haciendo, los documentos que prueban su intervención en un asunto que solo concernía resolver a chilenos.

Y que por su tradición democrática de casi siglo y medio hubieran resuelto mejor y seguramente sin bombardear La Moneda.

EU y la CIA se pusieron nerviosos cuando en su cuarto intento por ser presidente, Allende ganó las elecciones de septiembre de 1970 con el 36 por ciento de la votación, 40 mil votos arriba de Jorge Alessandri del Partido Nacional,

Sabían que afectaría capitales gringos y trasnacionales y sería pésimo ejemplo que un socialista llegara por vía electoral a la presidencia.

La constitución chilena establecía que si ninguno de los candidatos obtenía mayoría absoluta correspondía al congreso decidir entre los dos de más alta votación.

Nixon ordenó impedir esa decisión y la CIA financió al grupo paramilitar Patria y Libertad para secuestrar al general René Schneider, comandante en jefe del ejército.

Pretendían generar descontento en la población y odio al interior del ejército, echando la culpa a los allendistas.

Pero todo se descubrió porque a los secuestradores se les pasó la mano y lo balacearon.

Y documentos recientemente desclasificados por el Archivo de Seguridad Nacional de EU, indican que mientras Schneider agonizaba en el Hospital Militar de Santiago por los 3 tiros recibidos, Kissinger informaba a Nixon que los militares chilenos eran “un grupo bastante incompetente” y no estaban aprovechando el caos social producto del atentado, para hacerse del poder.

Nixon respondió “están desentrenados” y destinó recursos para entrenarlos; pero no pudo desviar el voto legislativo.

Y con el apoyo de los diputados de la Democracia Cristiana, cuyo candidato Radomiro Tomic fue tercero en el conteo, el congreso ratificó a Allende con 153 de los 195 votos posibles para un mandato que terminaría en noviembre de 1976.

Ya presidente, debió resistir presiones de la DC y el derechista Partido Nacional, del gobierno gringo, trasnacionales como la ITT y de sus mismos compañeros.

Como el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR, que le urgía ir más aprisa en las reformas, demandaba armas y amenazaba con llevar al paredón a los conservadores y a sus hijas y esposas, al colchón.

De Carlos Altamirano, uno de los más radicales y provocadores dirigentes del Partido Socialista que murió en 2019 rehusando reconocer sus errores; “déjenme en paz, solo quiero que me olviden”, respondía a los cuestionamientos.

Y del cuoteo que impusieron los partidos de su coalición y creaba burocracia, zancadillas y celos.

Como en el área de prensa, donde los funcionarios comunista y socialista se obstaculizaban mutuamente, impidiendo hasta el agendamiento de entrevistas; como si no trabajaran para un mismo gobierno.

Pero ninguna razón es válida para matar y violar derechos de los que piensan diferente.

Y el derrocamiento de Allende no se hubiera concretado sin la intervención de la CIA y Nixon.

En junio de 1976, Henry Kissinger visitó México para entrevistarse con José López Portillo, quien un mes después se convertiría en presidente electo.

Era secretario de Estado de Gerald Ford, porque Nixon había renunciado en 1974 a consecuencia del Watergate y venía de reclamar a Pinochet en Santiago, las sistemáticas violaciones a los derechos humanos de sus opositores.

Era reportera del diario El Día y estuve en la conferencia de prensa que dio en la casa presidencial de Los Pinos, que aún ocupaba Luis Echeverría.

Estaba contento por su premio Nobel de la Paz y entre muchas otras cosas, habló de las pretensiones cubanas sobre Latinoamérica; soslayando el sostén estadounidense a los dictadores del continente.

Me dio la palabra para hacer la última pregunta y le inquirí sobre su intervención en el apoyo y financiamiento a los opositores a Allende.

Y aceptó “Sí, apoyamos a diferentes grupos y partidos democráticos chilenos… lo hicimos para permitirles llegar sin sucumbir, a las elecciones de 1976…”

Por primera vez EU reconocía, y a ese altísimo nivel, su intervención en el desprestigio del gobierno allendista y el golpe militar.

Desde entonces, se han desclasificado infinidad de documentos que la prueban.

Los WikiLeaks han revelado su complicidad, en las dolorosas consecuencias que tuvieron para cientos de miles de familias.

Y esta semana los gobiernos de Reino Unido, España y Australia, publicaron documentos “para ayudar a arrojar luz en lo sucedido” y Argentina retiró tres condecoraciones a Pinochet porque “no resultan razonables”.

Es hora de que EU pida disculpas a Chile y reconozca pagó millones de dólares para generar odio y provocar desabastos, bloqueos, secuestros y asesinatos.

Que pagó para que se detuviera a los ministros allendistas y los confinaran en la Isla Dawson.

Que pagó para matar al general Prats y a su esposa Sofía, al cantante Víctor Jara y cientos de presos en el Estadio Nacional, al excanciller Orlando Letelier y a su secretaria estadounidense Ronnie Moffit..

Que es responsable de los niños huérfanos y los bebés de muchachas detenidas estando embarazadas y cuyo destino se desconoce.

Y que en vísperas del golpe entregó un millón de dólares en efectivo “como apoyo activo” a los generales que lo protagonizaron.

Esa intervención de EU y la CIA en asuntos que solo competían a los chilenos y son causa de la división y sufrimientos que persisten, fue denunciada por Allende en diciembre de 1972, desde la tribuna de la ONU.

Y en sus últimas palabras trasmitidas por Radio Portales y Radio Magallanes, minutos antes de morir “El capital foráneo, el imperialismo, unido a la reacción, creó el clima para que las Fuerzas Armadas rompieran su tradición…”

EU no puede seguir sosteniendo que pagó “para que secuestraran, pero no para que mataran al general Schneider”.

Y que no imaginó que la barbarie del bombardeo a La Moneda, lo obligaría a optar por el pijama de madera. (TERESA GURZA)

 

 

Autor

Teresa Gurza
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