El lado animal que nunca muere es el tema central de esta película que, entre metáforas y alegorías, con un estilo exagerado e impactante, nos deja reflexionando respecto de la naturaleza (in)humana que se despliega con ferocidad delante nuestro.
Esta película se cocina -literalmente- en un recinto monocromático en donde un grupo de cocineros se afanan en preparar diferentes platillos al mismo tiempo, bajo la implacable mirada del maestro que los dirige.
El chef los presiona de manera constante, reloj en mano, porque a todos les queda muy poco tiempo. Efectivamente, apenas transcurre un minuto aparece el Chef Paul (Nopachai Chaiyanam) y todos sus empleados presentan los platillos y los utensilios de cocina para enseguida ubicarse en fila, esperando sus comentarios, como si fuesen los disciplinados miembros de un regimiento.
De este modo -y con una introducción acotada y precisa- se inicia este impactante filme titulado Hambre (Hunger), del realizador tailandés Sitisiri Mongkolsiri que, cuando se la analiza después del visionado se despliega como una potente crítica social que usa la alta cocina como un pretexto para referirse al consumismo y a la pérdida de la humanidad en la sociedad actual.
A través de la historia de Aoy (Chutimon Chuengcharoensukying), una chica que labora en el restaurante paterno preparando fideos y comida tradicional tailandesa, vemos el ascenso social de la joven cuando su talento para cocinar es descubierto por Tone (Gunn Svasti Na Ayudhya), cocinero del prestigioso restaurante Hunger, quien le ofrece la oportunidad de trabajar para el exigente Chef Paul, un ser ambicioso y calculador, que tiene plenamente establecida su ruta en la vida: llegar a ser el mejor de su especialidad, cueste lo que cueste.
Aun cuando haya ciertas semejanzas con la película titulada El Menú -la cocina como escenario, un chef malvado y las exigencias de los comensales-, este filme se desmarca y crece por dos razones poderosas: un guion muy bien construido que tiene el mérito de dar credibilidad a los personajes y definirlos como seres humanos que están expuestos a sus debilidades en secuencias específicas, sobre todo en situaciones en las cuales cada uno de ellos deberá poner a prueba sus valores y sus creencias, gracias a lo cual se transforman (para bien o para mal), pero en ningún instante quedan reflejados como seres unidimensionales y porque la dirección es firme, evidenciando que su realizador tiene el control del equipo con que construye esta película.
Gracias a estos aspectos, Hambre adquiere densidad y se puede analizar desde variadas y complejas ópticas, llegando en algunos instantes a recordarnos esa extraña, fascinante, barroca y menospreciada cinta de Peter Greenaway titulada El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, donde la cocina era el punto neurálgico de todas las conspiraciones, aun cuando Hambre no tenga esa estilización formal de la experiencia visual que brindó Greenaway.
Este filme se va convirtiendo en un thriller, sobre todo en sus tramos finales, apoyándose en grandes actuaciones que dan vida a personajes creíbles, imperfectos y terriblemente necesitados de autoestima y recuperación de su valía.
Cada uno de los personajes siempre oscila entre el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, teniendo en todo instante la omnipresente figura del chef que tiene a todos bajo su poder, “hambrientos de él”, como dice en el tercer acto de la película.
Con una tensión creciente, usando un montaje acelerado cada vez que muestra la preparación de los alimentos y usando una banda sonora que privilegia los tintes jazzísticos, todo se concentra cuando el Chef Paul se instala delante de todos y se genera el silencio, pesado, ominoso, terrorífico y su sola presencia tiene el mismo efecto que producía el personaje de J.K. Simmons en la también terrible película de Daniel Chazelle titulada Whiplash: sudor en las manos, nudo en la garganta, recelo y miedo ante la reacción imprevisible del maestro que observa, censura y destruye.
Y la crítica social se desliza con el elemento simbólico de la comida y de cómo ésta tiene un significado especifico en los distintos estratos de la sociedad tailandesa, el consumismo se refleja en el poder de los adinerados que dominan todo porque pueden pagar los caprichos y los excesos, mientras que la gente pobre solo come porque tiene hambre.
De este modo, con la comida como tropo narrativo, el filme la presenta como un elemento clave para descubrir la verdadera naturaleza humana: cuando tenemos hambre afloran los instintos primarios, se plantea en cierto momento y la comida deja de ser un momento de intimidad y placer con nuestro alimento favorito y se convierte en una necesidad que saciamos de cualquier manera.
La animalidad se manifiesta en escenas de grotescas cenas donde todos engullen alimentos, poseídos por una fiebre de consumo indescriptible como ocurre en cierta secuencia muy potente del filme en que cada uno de los comensales se transforman en bestias sin conciencia ante la presencia de la comida. Comemos porque podemos hacerlo, porque somos dueños del poder de adquirir y exigir esta comida, parecen decir con sus actos grotescos y groseros, fuera de toda lógica y protocolo.
Este frenesí ante los platos se hace con secuencias que son exageradas, en cámara lenta, con teatralidad en los movimientos, donde la cámara exalta la figura del chef Paul quien, como maléfico director de orquesta, mueve cada instrumento a su antojado gusto.
Hambre es una cinta que debe ser consumida a fuego lento y que crece a medida que se revela como una crítica social no solo a una sociedad que ha del consumo una religión, sino también una alegoría de las fuerzas primitivas que dominan a los seres humanos, reunidos en torno a la comida que sirve como elemento simbólico para hacernos entender que con hambre una persona puede convertirse en una bestia más que temible.
Disponible en la plataforma de Netflix.
Autor
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Periodista, Escritor
Doctor en Proyectos, línea de investigación en Comunicación
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