Lo que niegas te somete
Carl Jung
El meollo de la incongruencia humana, acompañada siempre por la irracionalidad, se llama disonancia cognitiva, que produce un profundo malestar emocional.
Solemos construir todo un andamiaje de justificaciones y autoengaños antes de admitir que nos equivocamos, especialmente en aquellas ocasiones en que condicionamos nuestra valía personal a que se cumpla lo que queremos.
La pérdida de toda la inversión emocional, mental y física que hacemos en algo que resulta ser un error puede ser demasiado dolorosa, primero para el ego, pero sobre todo para ese adulto que esperaba resolver esta vez sus heridas no sanadas de infancia y adolescencia teniendo la razón.
Así que vamos a ese meollo para comprender qué pasa en nuestro cerebro que nos hace, por ejemplo, justificar el daño que nos causa una persona o una situación, mentirnos a nosotros mismos para no autodevaluarnos y avalar nuestros excesos, entre otras circunstancias.
El creador de la teoría de la disonancia cognitiva, Leon Festinger, explica que es imprescindible para todos la consonancia entre nuestras creencias, actitudes y conductas. La congruencia es una necesidad emocional sustantiva.
Cuando esto no sucede, es decir, cuando no hay coherencia, se produce un conflicto interior que causa gran malestar emocional y que, finalmente, se somatiza.
¿Por qué es tan importante la congruencia para la psique? Porque es un requisito previo de la identidad, la personalidad, la autodefinición y el sentido de la propia existencia. Fragmentados interiormente nos disolvemos como individuos.
Así pues, el asunto es nada más ni nada menos que de vida o muerte. La disonancia cognitiva puede provocar una ansiedad insoportable y enfermedades físicas graves. Es insostenible para la conciencia.
Por eso, cuando no estamos preparados para aceptar ciertas realidades, tendemos a sobreponer justificaciones, o sea, excusas superficiales por encima de una decisión irracional que ya habíamos tomado inconscientemente.
Hablando de excusas, “me quedo por los niños”, “yo sé que va a cambiar” o “dice que me quiere mucho” son de las más frecuentes para mantener una relación en ruinas; “yo lo puedo dejar cuando quiera” o “de algo hay que morirse”, son las que más oímos tratándose de adicciones, y “mejor malo por conocido que bueno por conocer” o “la vida es dura”, son pan nuestro de cada día cuando se soportar situaciones dañinas se trata.
Pero también tenemos a aquellos cuya argumentación es inteligente, aparentemente sin defecto, para eliminar el conflicto interior y, por supuesto, justificarse exteriormente, siempre tratando de crear una consonancia donde predomina la disonancia.
El malestar emocional se acrecienta cuando hay una insistencia externa para que la disonancia se resuelva en un sentido determinado, en cuyo caso aumenta también la resistencia a dicha presión y, por tanto, nuestro apego a las creencias que aparentemente extinguen el conflicto interior. Nos ponemos tercos, pues.
Este es uno de los mecanismos psicológicos que explican las polarizaciones sociales: un grupo está tratando de convencer al otro de que está equivocado. En estricto sentido, ambos lo están, porque ninguno acepta aquellos puntos en los que el otro puede tener razón, que siempre existen. Esto ocasiona posturas políticas feroces y extremistas.
Y por supuesto, lo mismo sucede en el “ring” de las relaciones interpersonales, sean de pareja, de trabajo, de amistad, paternales, fraternales, etc.
Si no existiera la disonancia interna no habría nada que defender. Cederíamos la razón al otro antes que combatirlo, o le pondríamos un límite firme sin preocuparnos de su reacción, pues nuestra seguridad, en ambos casos, sería indeleble.
Las ocasiones en que esa disonancia se convierte en adaptación a la realidad, en lugar de autoengaño y terquedad, son aquellas en que tenemos absoluta libertad personal de cambiar de punto de vista, enfoque y forma de pensar o sentir, porque no nos sentimos ni atacados ni presionados externamente para “aceptar que estamos mal”.
Atrás de todo el que desea tener la razón a toda costa, hay una disonancia cognitiva dominando su vida.
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