LA ANORMAL NORMALIDAD

La existencia no admite representantes
Jorge Bucay

 

Casi todos hemos crecido y amado bajo constante maltrato. Incluso aquellos que nunca fueron golpeados y recibieron tanto validación como afecto durante su infancia. En nuestra milenaria costumbre de relación familiar, sea cual sea la cultura, época y condiciones socioeconómicas, ha predominado y persistido una devastadora forma de daño normalizado, incluso considerado benéfico: la invalidación emocional.

Digamos que por eso la humanidad está como está, en camino llano a la autoextinción. La invalidación emocional consiste en asegurarle a otro que está mal lo que siente, y por tanto debe suprimirlo, y se hace tácita o explícitamente, con un gesto reprobatorio, frialdad en el trato, poniendo distancia, un cambio de tema o cualquiera de los muy malos y muy conocidos consejos inhibitorios: no estés triste, no tengas miedo, no te preocupes, no exageres, no hagas drama, no llores, no es para tanto, no seas desagradecido, no seas egoísta y agréguele usted.

Las razones para hacer esto son diversas: las personas no pueden gestionar sus propias emociones, menos las ajenas, que es por cierto lo más frecuente; les falta empatía, por miedo al verse reflejadas; pretenden educar para lo adecuado y lo inadecuado en cuestión emocional desde una perspectiva simplista: esto sí y esto no y punto; anteponen las propias emociones y necesidades a las del otro, entre otras.

Y como cualquier candado que pone la humanidad a sus miembros para la conservación de la colectividad, la invalidación emocional se vuelve autoaplicativa. Internalizando las voces de quienes nos programaron mentalmente, vamos ganando años sin afrontar lo que sentimos, porque no debiéramos estarlo sintiendo.

Con esta inhibición y la enorme presión interna que produce, nos relacionamos con otros de dos maneras: bien anteponiendo las necesidades y emociones de los demás a la nuestras, bien imponiendo las propias.

En ambos casos existe la idea de que somos de alguna manera inadecuados. En el primero es claro, en el segundo se trata de una forma más retorcida de reacción: como nuestras necesidades y las emociones que producen no son aceptadas, tenemos que hacerlas valer por la fuerza.

Cualquiera de las dos maneras nos lleva a una autopercepción distorsionada y, con ella, a sobrerreacciones o supresiones emocionales que enferman, aunque los diálogos internos son distintos: en el caso de considerar que es válido usar a los demás y hasta abusar para para imponer nuestro pensar y sentir, se tenderá a invalidarlos o devaluarlos como justificación; pero en caso de darles preminencia, seremos nosotros mismos el objeto de nuestras censuras, críticas y juicios descalificadores.

Mientras usar a los demás y abusar de ellos nos llevará a la soledad, darles preferencia sobre nosotros hará que siempre estemos acompañados, pero nunca en conexión con otros, pues solo falta que alguien admita el abuso para que se presente de inmediato el abusador, y en esa relación solo hay utilitarismo, codependencia, pero no mutua comprensión.

Así, el que impone las propias emociones se encontrará siempre con quien las suprime en aras de complacerlo o complacerla, ambos a partir de la invalidación emocional, el impositivo perpetuándola en ambos y el que cede, solo en sí mismo.

Pero no porque embonen la relación es tersa, por el contrario, ambos esperan obtener algo del otro, y no lo consiguen, porque ninguno se está haciendo responsable de sus emociones. Por eso la mayor parte de las relaciones de amor, amistad o simplemente trato cotidiano, se convierten en un enfrentamiento egótico, a veces soterrado, otras abierto.

Para legitimar las propias emociones es necesario aceptar lo que se siente, describirlo, desmenuzarlo, ponerlo en su justa dimensión, a la baja en el caso de quien impone, al alza en el de quien cede, tener la conciencia de que a nadie más que a uno mismo le corresponde hacerse cargo de ello y abrirse a las emociones del otro tal cual son, sean cuales sean las consecuencias.

Quizá así sane la humanidad.

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