Hay tres cosas importantes en la vida: ser amable, ser amable y ser amable
Henry James
Existe una creencia dominante en prácticamente todas las culturas de la humanidad a lo largo de su historia, que nos inculca responder a la agresión con más agresión, e incluso anticiparnos a ella con una agresión.
Desde la famosa frase popular de “ojo por ojo y diente por diente”, la conocida consigna de “la mejor defensa es un buen ataque”, de Sun Tzu, en su libro de El Arte de la Guerra, hasta la muy recurrida orden materna o paterna de “no te dejes”, fortalecen esa creencia.
En automático, solo hay dos formas de respuesta a una agresión: la del paradigma dominante, proactiva o activa, es decir, anticipada o reactiva, que según el imaginario colectivo nos igualará al otro o nos permitirá dominarlo, y la pasiva, que nos llevará a la huida, la inacción o el sometimiento activo.
Cualquiera de las dos nace del miedo, excepto cuando se trata de responder o huir de la violencia física, porque entonces estamos hablando esencialmente del instinto de sobrevivencia.
Centrándonos en la agresión verbal y emocional, cualquiera que sea su manifestación y grado, los extremos descritos nos involucran en una dinámica mentalmente desestabilizadora, que puede convertirse en la pauta de nuestras relaciones, pues nos mantiene a la defensiva.
Entrenados como estamos para la agresividad, el sometimiento o la huida cuando somos objeto de agresión, en coherencia además con las tendencias psíquicas naturales, ni se nos ocurre que una nueva respuesta pudiera funcionar: la amabilidad.
De hecho, podría parecernos un disparate, porque está socialmente muy devaluada y confinada a los tratos distantes, casuales o protocolarios. Sospechamos hipocresía, zalamería, condescendencia y hasta malas intenciones en la gente amable.
En las diversas expresiones de amabilidad, somos corteses con los desconocidos porque así nos enseñaron, afables con quienes tenemos que tratar a diario sin que sean cercanos a nuestras vidas, porque eso es lo correcto, complacientes con aquellos de los que deseamos algo, incluso afectuosos con algunas personas que nos simpatizan; pero desarrollar esta virtud como una conducta para repeler las agresiones que solo ofenden a nuestro ego, es para verdaderos estrategas.
En primera instancia la amabilidad, más allá de una habilidad de socialización, debe aprenderse y desarrollarse como virtud, es decir, cualidad del alma, hasta convertirla en un hábito de vida.
Su primera y más clara utilidad radica en que, como bien se sabe, seremos tratados como tratamos a los demás. Cuando tenemos que pedirle a alguien que nos trate de tal o cual manera, es que no lo estamos tratando de esa forma.
La amabilidad, a diferencia de lo que pueda pensarse, no es debilidad, solo por ser delicadeza. Por el contrario, es una de las mayores fortalezas del ser humano. Para ser amable hay que haber vencido el miedo a ser lastimado, ofendido o rechazado; hay que haber dominado el ego y su reactividad, es decir, no tomarse las cosas a personal ni cuando son personales.
Para ser amables hay que ser humildes y empáticos, entender qué está pasando por la mente y las emociones del otro, lo cual solo podremos hacer cuando comprendamos las nuestras.
La virtud de la amabilidad surge de un autoexamen que debe trascender prejuicios, juicios, expectativas, exigencias y creencias erróneas sobre nosotros mismos, para comprender nuestra humanidad, historia personal y verdaderas motivaciones; pero sobre todo aceptar nuestra vulnerabilidad, lo cual requiere una lucha interior encarnizada, pero es requisito para mirarnos con amor y benevolencia.
Cuando llegamos a este tipo de amabilidad, en la que dejamos de engancharnos en peleas, imaginarias o reales, su efecto es transformador en quienes nos agreden, a veces en el mismo instante en que lo hacen.
Como virtud y no como máscara, la amabilidad trastoca los corazones y las almas de nuestros semejantes, ara las tierras más duras y secas, siembra y cosecha respeto, afecto y trato digno.
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