Libre es aquel que sabe transformarse
Bert Hellinger
Todos entendemos la importancia fundamental de la familia. Sabemos que lo que en ella aprendemos nos definirá, individual y colectivamente. Es nuestra fuente primaria de identidad y el laboratorio social.
No sin excepciones, por supuesto, de las familias unidas y con valores surgen ciudadanos solidarios, cívicamente responsables, respetuosos y con estímulos para progresar; mientras de aquellas en las que prevalecen violencia, adicciones, abuso, odio y resentimientos, saldrán, evidentemente, personas que tratarán de medrar a costa de sus semejantes, imponiéndose por la fuerza, el engaño y/o la manipulación.
La mayoría de las familias son, por supuesto, una combinación de elementos de uno y otro polo, y la formación de sus miembros no es un resultado matemático del orden de los factores, pues cada individuo percibe de manera distinta su realidad y reacciona, por tanto, de forma diferente.
Sin embargo, lo importante es darnos cuenta de que esa combinación específica de elementos y la forma en que se entrelazan en nuestra familia –producto de la muy particular unión de dos personas que provienen de otras familias que tienen entre sí coincidencias y diferencias–, constituirán un caudal de creencias que darán origen tanto a nuestras fortalezas, como a nuestras limitaciones.
Además, de las actitudes y conductas que prevalezcan en nuestra familia nuclear (padres e hijos) dependerán las heridas que habremos de sufrir en la infancia, inevitables, por cierto. Quien no tenga cuando menos una, está en negación.
Nuestra familia nuclear se funda en la unión de dos individuos que han venido cargando con sus particulares heridas de infancia, y que al interactuar entre sí conforman un sistema único, del que los hijos repetirán algunos rasgos para formar el propio más adelante.
Padre y madre, además, se relacionarán dentro de ese sistema de forma diferente con cada uno de los hijos e hijas, de manera que tendrán en ellos una influencia psíquica distinta, lo cual dependerá no solo del sexo y la edad de éstos últimos, sino de la personalidad.
Por eso se dice que en cada familia cada hijo tiene una madre y un padre diferente al de sus hermanos. Aunque compartan recuerdos y opiniones sobre ellos, diferirán en varios aspectos.
La mayor parte de nuestras decisiones en la vida son inconscientes y provienen de un núcleo de creencias mezcla del condicionamiento familiar, las heridas personales de infancia, el lugar que ocupamos en el sistema y nuestras determinaciones respecto de todo ello.
Elegir entre casarse o no, tener o no hijos, estudiar o solo trabajar, tener el dinero como prioridad o no darle tanta importancia, el tipo de personas que nos gusta, cómo preferimos lucir físicamente, de que forma nos alimentaremos y muchas otras decisiones cotidianas y fundamentales para nuestra vida, que pueden hacernos felices o infelices, no provienen pues, como creemos, de nuestro libre albedrío, sino de esas creencias inconscientes. Por eso es que solemos repetir lo que rechazamos: no hay en ello maldición ni karma, sino un condicionamiento y pensamientos que lo refuerzan, con más poder que nuestras opiniones al respecto, pues actúan a nuestras espaldas.
Es esta circunstancia, que siempre nos deja la desagradable sensación de que no tenemos poder sobre lo que nos sucede, la que nos lleva a creer en la suerte. Ignorarla instala en nuestras mentes la perturbadora idea de que no somos dueños de nuestra propia vida y destino, lo que nos lleva siempre a depositar la culpa en otros.
Tener una vida satisfactoria es la meta de todos, aunque no lo tengamos claro ni entendamos como hacerlo, pero es lo prioritario; lo importante para lograrlo es alcanzar el dominio sobre nosotros mismos.
Para eso, es imprescindible cumplir nuestra misión de vida: superar las limitaciones impuestas por nuestra familia nuclear, lo que implica comprender sus dinámicas disfuncionales, nuestro rol en ellas y el de cada uno de sus miembros. Esto sin duda transformará por completo nuestra perspectiva.
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