El ordenador nació para resolver problemas que antes no existían
Bill Gates
Los problemas no existen fuera de nuestra mente; solo hay hechos, circunstancias, situaciones, interacciones. Según las percibimos, pueden ser placenteras o displacenteras, en cuyo caso las sentimos como adversas y, a partir de ahí, construimos un problema.
Problematizar es una actividad indispensable y básicamente benéfica de la mente humana. Pero, como todo lo que nos pasa por dentro –percepciones, sensaciones, pensamientos, emociones, sentimientos–, requiere un aprendizaje para su manejo favorable y, finalmente, su dominio.
Si dejamos que todo crezca ahí adentro de manera silvestre, los procesos mentales y emocionales operarán siempre en nuestra contra. Y tan acostumbrados estamos a ello, que es lo normal, la regla. Luego inventamos ciencias y tratamientos para resolverlo, pero no hemos hecho absolutamente nada para evitarlo.
Así, la humanidad se enferma por dentro y por fuera, y solo la parte que se recupera progresa, la otra se autodestruye y destruye todo a su alrededor.
Pues bien, la ciencia tiene muy claro para qué sirve problematizar. En todo protocolo de investigación lo primero que se hace es formular el problema, para poder resolverlo y, con ello, avanzar en conocimiento.
Así pues, esta actividad insustituible e inevitable de la mente humana es la que nos permite desarrollarnos en todos los sentidos. Hasta para las cosas más simples, necesitamos problematizar, con el fin de resolver para aprender.
Por eso los padres que les evitan o les resuelven los problemas a sus hijos los convierten en fracasados prematuros.
Ahora, lo que es adverso, perturbador u obstaculizante para una persona, no lo es para otra, de ahí que no todos tengamos los mismos problemas, aunque estemos en las mismas circunstancias, y también por eso existen situaciones e interacciones que para todos significan problemas, pues si éstos son producto de una actividad mental, también lo son de una creencia generalizada, un canon social o una regla moral.
La razón por la cual podemos convertir los problemas en oportunidades, como nos aconseja la literatura de autoayuda, es porque para ello solo necesitamos un cambio de enfoque.
Pero una vez realizado, tenemos que abordar el reto que nos plantea la oportunidad, para lo cual requerimos mayor actividad mental, lógica, raciocinio, creatividad, muy probablemente disciplina, esfuerzo, constancia, perseverancia y, en fin, diversas habilidades que no hemos desarrollado.
Lamentablemente, esto último representa para muchos un problema infranqueable, que les impide avanzar hacia las soluciones, porque creen que aquello de lo que carecen es algo con lo que debieron haber nacido. El aprendizaje no está en su panorama, debido a que, a lo largo de su historia, la humanidad ha preferido, primero por sobrevivencia y luego por miedo, matar la curiosidad que estimularla.
Nos quedamos, pues, en el problema, que es como un lente a través del cual solo podremos ver malos designios.
Resolver no es solo un proceso que implica un hacer, una acción, es ante todo una actitud mental, que proviene de la comprensión de que hemos fabricado un problema, es decir, filtrado un hecho externo como perturbador, para: sanar una herida, aprender una habilidad, mejorar una relación, ampliar una capacidad, crecer profesionalmente, ganar paz interior o incluso más dinero.
Para cualquier cosa que deseemos lograr necesitaremos problematizar y resolver. El malestar emocional que generalmente acompaña a este proceso es lo que nos ancla a rumiar el problema sin pasar a la solución, principalmente porque involucra miedo a no poder resolverlo. De hecho, podemos decidir con antelación que es irresoluble, con lo cual, por supuesto, el problema no desaparece, solo se perpetúa.
La perturbación emocional, por miedo, culpa o vergüenza, principalmente, es una zona de confort preferible al riesgo de fracasar o de hacer en nuestra vida un cambio incierto, cuyo catastrófico resultado ya se ha perfilado con claridad en nuestras mentes, pues estamos programados para esperar siempre lo peor, un hábito para protegernos del dolor de la decepción.
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