Quiérase. No se preocupe por las opiniones ajenas.
Brian Weiss
Para una sociedad que rinde culto a la autoestima, como la occidental, confundirla con el amor propio ha sido uno de los errores más caros. Nos ha costado, a nivel personal, una aniquiladora y constante ansiedad, por falta de sentido de la vida.
A escala masiva, la confusión ha creado sociedades depredadoras y competitivas, que sobrevaloran los logros y los méritos, premian el éxito sin importar los medios para lograrlo y colocan en el escaño de la mediocridad a quien carezca de aspiraciones materiales.
Y claro, por eso con la autoestima no encontramos lo que nuestro corazón y nuestra alma están buscando: amor, ni propio ni ajeno.
Así que distinguir el uno de la otra será el primer paso para una búsqueda fructífera, que atraiga hacia nosotros todo lo que deseamos sin que vayamos frustración tras frustración en el camino de los logros que la autoestima exige, cuya importancia ha sido impuesta por aquellos que nos han hecho creer que solo su reconocimiento y aprecio pueden darnos algún valor como personas.
Cuando hablamos de amor hay que remitirse, sin excepciones, a la incondicionalidad. Pero no debemos confundir ésta con la falta de límites a los demás para que no nos lastimen. Eso no es amor, es codependencia.
El primer amor incondicional debe ser el propio. Esto no tiene nada que ver con que nos gustemos. Es la aceptación plena de nuestros defectos y virtudes, con la claridad de que pertenecen al estado evolutivo en que nos encontramos.
Si la autoestima –basada en nuestros logros o en cumplir las condiciones impuestas por otros y por nosotros mismos para gustarles–, nos puede hacer sentir importantes, confiados y orgullosos; el amor propio debe darnos paz con nosotros mismos y con el mundo, tranquilidad y una seguridad independiente de las adversidades.
Mientras la autoestima es resultado de la imagen que tenemos de nosotros mismos, el amor propio no necesita esa imagen, sino un contacto profundo con lo que es como es. Mientras la autoestima buscará, por tanto, la perfección; el amor propio querrá la libertad de conciencia, guiada por la voz del corazón.
No es a través de la mirada ajena que debemos mirarnos, para amarnos a nosotros mismos, porque los demás siempre querrán que respondamos a sus expectativas, sin darse la oportunidad de conocernos realmente.
Querrán cambiar en nosotros todo aquello que los perturba o no les gusta, y nos condicionarán así su aceptación, a la cual le llamarán amor. Si lo aceptamos, nosotros haremos lo mismo. Y ninguno estará amándose realmente a sí mismo ni al otro.
Es desde esta perspectiva que la autoestima puede distorsionar nuestra relación con nosotros mismos y con los demás, hasta volvernos narcisistas, personas que sienten que están primero que todos los demás, justamente por falta de amor propio.
La autoestima es en realidad tan frágil, que cualquier narcisista, cuya autoimagen se fortalece en la medida en que merma la ajena, nos puede hacer creer que no valemos nada.
Si tenemos una autoestima alta, probablemente pensemos que somos buenos trabajadores, guapos, inteligentes, astutos, populares, simpáticos, etc., pero eso no nos hará amarnos, y ni siquiera gustarnos por completo. En nuestro fuero íntimo estaremos fustigándonos por defectos o errores que quizá solo nosotros consideremos tales.
Ahora bien, si nos amamos a nosotros mismos, la autoestima adquirirá su justa dimensión. Nos servirá cuando deba servirnos. Después la dejaremos en el perchero al entrar a casa, para ponernos cómodos en nosotros mismos.
Así, despojados del peso de la autoestima, sabremos que no siempre tenemos que sentirnos bien para amarnos; antes, por el contrario, abrazarnos a nosotros mismos será un acto reflejo del amor propio.
Es el reconocimiento de nosotros mismos, sin juicios propios ni ajenos, la aceptación sin restricciones de quiénes somos, sin palomitas ni taches, lo que nos lleva al amor propio. Y eso nada tiene que ver con la autoestima.
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