La única verdad es la realidad
Aristóteles
Donde hay un adjetivo ya no hay ni realidad ni verdad, solo una interpretación, por lo general distorsionada, proveniente de percepciones moldeadas por falsas creencias.
Todos somos educados bajo engaño y todos generamos más engaño, fundamentalmente autoengaño, porque darnos cuenta, primero, de que nuestras creencias son en su mayoría falsas, y renunciar a ellas, después, es un proceso, un trabajo interno progresivo que seguramente dolerá durante un tiempo, hasta que sepamos gestionar nuestras emociones.
Es como ir quitándole capas a la cebolla, poco a poco, sin prisa. Habrá lágrimas y deberemos parar para ir digiriendo nuestros descubrimientos. Pero lo que nos hará llorar no serán ciertamente ni la realidad ni la verdad, sino nuestro miedo a no poder lidiar con ellas, a que nos rebasen, a fracasar, a admitir el autoengaño.
Si pensamos que la realidad y la verdad duelen, entonces no son ni la verdad ni la realidad. No confundamos, como decía Jean Paul Sartre, el desengaño con la verdad.
La realidad y la verdad solo son; ni buenas ni malas, ni feas ni bonitas ni ninguna de las categorías bipolares en que acostumbra ubicarse nuestra mente maniquea.
La realidad está en los hechos, materiales o inmateriales, que representan los infinitos matices que hay entre los polos opuestos, casi imperceptibles para una moral que únicamente ve los extremos.
La verdad es la comprensión del significado de esos hechos en el nivel que llamamos intuitivo, donde solo sabemos con toda certeza, sin la previa intelectualización que nos llevará a calificar, adjetivar y, en consecuencia, interpretar a partir de nuestras falsas creencias.
La verdad y la realidad, en su naturaleza espiritual, no pueden ser resultado de juicios, no son aprehensibles para el intelecto. Solo deben ser aceptadas e incorporadas a la conciencia, para que sean liberadoras.
Están despojadas de narraciones, drama o incluso descripciones consideradas objetivas. Decía Krishnamurti que la verdad, y por tanto la realidad, solo pueden ser experimentadas. Tratar de traducir esa experiencia hace que dejen de ser absolutas, su principal y esencial característica. La descripción las vuelve subjetivas, pues pasan por un proceso mental de interpretación que generalmente está distorsionado. En ese proceso, la vida es dura para unos y benévola para otros, bella y fea, corta y larga, según el punto de vista.
La verdad y la realidad se reconocen, se saben en el cuerpo y principalmente en el corazón. El cerebro interviene mínimamente.
Por eso la lucidez no dramatiza, no adjetiva, ni da explicaciones ni justifica. Es práctica, sencilla y eficaz. Desenreda.
Hay cosas que todos sabemos a nivel intuitivo, del sentimiento y la sensorialidad, como que existen el deseo, el amor y el miedo, pero cuando tratamos de describirlos los fragmentamos y, por tanto, los desnaturalizamos.
El amor es también absoluto, no es distinto para cada persona, criatura viva e incluso cosa en que lo depositamos. Es uno, con diferentes expresiones. Si no amamos todo lo que nos rodea, no amamos, aunque creamos “morir de amor” por alguien.
El miedo, igualmente, es uno solo, una fuente única cuya energía depositamos en diferentes aspectos de la vida que creemos amenazan nuestra seguridad.
Ahora bien, existen verdades y realidades prácticas y concretas, explicables y calificables a nivel social y cultural, porque son creencias consensuadas. Este nivel de realidad y verdad es necesario para la convivencia y el desarrollo de la humanidad, pero no hay que confundirlas con aquellas que se experimentan mediante una conciencia extracorpórea, abierta y pura, despojada de pensamiento.
A esa realidad y esa verdad es a las que debemos aspirar, porque esas son las que nos llevan a dar un salto cuántico en nuestra evolución espiritual.
A las de consenso, por cierto, no les apostemos mucho, ni siquiera el ego, pues cambian según la época, la cultura y las circunstancias. Lo que ayer fue una gran verdad hoy se revela como una enorme mentira, y viceversa.
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