AHUYENTANDO EL AMOR

 

No se trata de ti. Se trata del odio que tienen por sí mismos

Shannon L. Alder 

Indiscutiblemente, la forma en que trata a los demás es solo reflejo de la manera en que se relaciona consigo mismo. Cuánto se ama y se acepta, cuánto se odia y rechaza, o la amplia gama de grises que hay entre esos opuestos, determinará la calidad de su interacción con los demás, sus experiencias de vida y, por supuesto, su destino.

Asentada esta realidad, identifiquemos el rol más dañino que puede adoptar alguien en una relación, amorosa, de amigos, de trabajo o cualquier otro tipo: el perseguidor o acosador. Cualquiera de nosotros puede serlo, sistemática o temporalmente.

Debido a una profunda inseguridad, sentimientos de inferioridad e insuficiencia personal, miedo al abandono o al rechazo, mezclados con necesidad urgente de reconocimiento y amor, entre otros problemas emocionales, usted o la otra persona con quien se relaciona estrechamente puede estar queriendo forzar la obtención de lo que desea.

Para ello, presenta al menos dos de los siguientes comportamientos: grita, se molesta por cualquier cosa, está constantemente malhumorado(a), amenaza, acusa, descalifica, culpa, critica, humilla, señala solo los errores del otro y lo aisla de los demás, o bien acaricia y golpea (da pan y palo), siente que tiene más derecho y también la razón.

Este es el patrón del perseguidor o acosador en una relación. Puede ser una personalidad muy dominante e impositiva; en el otro extremo solapada y manipuladora, o una combinación de ambos rasgos.

Puede ser que la persona haya adoptado este rol como una constante en sus relaciones, o que se vea impulsada a convertirse en perseguidor durante algún tiempo, ante la inseguridad que le provoca el otro o la otra, incluso como una reacción al maltrato cotidiano de su acosador, el resultado es el mismo: las relaciones son destructivas.

Pero para todo perseguidor siempre hay un perseguido, y el primero llega hasta donde el segundo lo soporta. En cualquier tipo de relación, los límites determinan si habrá o no respeto. Entrar a una relación sin expresarlos claramente es matarla de antemano, pues habrá enfrentamiento egótico y desgaste en el estira y afloja de las demandas mutuas.

Uno de los efectos más notorios de este tipo de acoso en la víctima es la confusión, pues el perseguidor le hace creer que hay algo o mucho de malo y equivocado en ella, que evidentemente no puede ver hasta que se lo señalan, porque es ficticio.

Cualquiera de nosotros, en un examen honesto de conciencia, sabe que hay algo malo consigo mismo, incluido por supuesto el perseguidor, pero ciertamente proyectarlo en otros es mucho más fácil que afrontarlo. Por eso lo enterramos en el vasto océano del inconsciente.

La víctima suele resistir mucho hasta que el dolor supera la ganancia emocional de desempeñar ese rol. Es muy probable entonces que pida ayuda. Pero el perseguidor puede no darse cuenta nunca de que necesita ayuda, porque se siente ganador.

El perseguidor es, en realidad, el más indefenso del binomio. El jefe, la pareja o el padre o madre regañones, que supervisan constantemente lo que piensa, dice o hace la persona a la que quieren someter a su voluntad, que siempre están criticando e incluso cuando reconocen un acierto lo demuelen con una descalificación, están sosteniendo internamente una fragilísima postura de “yo soy el que sabe y el otro tiene que hacerme caso”.

Mientras mayor sea el miedo a no obtener lo que necesitan, mayor será la fragilidad de esta ficticia creencia y más agresivo el control que intenten ejercer sobre los demás.

La víctima simplemente necesitará crecer, salir de su zona de confort y enfrentar la vida. El perseguidor tendrá primero que desestructurarse por completo, caer desde la altura de su ego y su narcisismo, derrumbarse hasta el polo opuesto, para comenzar a cambiar.

Es duro, pero ese rol prolonga el sufrimiento y ahuyenta el amor.

 

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Autor

El Heraldo de Saltillo
El Heraldo de Saltillo