COMO DECÍA MI ABUELA  

No hay peor ciego… 

Mi abuelo gustaba de las peleas de gallos, y a mi abuela le gustaban las gallinas en caldo. Así se mantenía el equilibrio entre el corral y la cocina. A veces, mi abuela le decía que ya era momento de sacrificar algunos pollos para evitar la sobrepoblación del corral y acudían juntos a hacer el conteo en los gallineros. Mi abuelo regresaba casi siempre dándole la razón, mientras ella le decía —“No hay peor ciego, que el que no quiere ver.”

La ley general de acceso a las mujeres a una vida libre de violencia define a la violencia feminicida como la forma extrema de violencia de género contra las mujeres, producto de la violación de sus derechos humanos, en los ámbitos público y privado, conformada por el conjunto de conductas misóginas que pueden conllevar impunidad social y del Estado y puede culminar en homicidio y otras formas de muerte violenta de mujeres,  es decir, que no necesariamente debe existir un feminicidio para que se considere como violencia feminicida a las conductas que las discriminan y violentan sus derechos humanos.

Conductas como las que denuncian constantemente las víctimas de violencia digital, en las que son amenazadas con compartir contenido íntimo si no acceden a las peticiones de, no denunciar, retirar una denuncia, no romper una relación, enviar más material siguiendo las especificaciones del agresor, etc. ello por poner algún ejemplo en el ámbito privado. En el ámbito de lo público que es competencia de las autoridades, existen diversas violaciones, como negarse a levantar una denuncia porque se considera que “son problemas de pareja y al rato se arreglan” hasta el retraso o paralización de los tiempos procesales para resolver los juicios sobre guarda y custodia, pensión alimenticia, violencia de género, etc.

En numerosas instituciones gubernamentales se puede ver que hay intentos, la mayoría fallidos, de visibilizar esta violencia. El violentómetro es un claro ejemplo de ello. Este semáforo que señala con diferentes colores la escalada de la violencia. Pero olvidamos explicarlo y aplicarlo, olvidamos que la escalada no siempre será lineal, que puede haber saltos de una conducta aparentemente inofensiva a una muy violenta y luego periodos denominados como “luna de miel” donde el agresor reprime toda su agresividad y se vuelve un dulce cordero dispuesto a cambiar. ¿En cuantas de éstas instituciones hay hombres violentos? ¿Cuántos se hacen pasar por aliados y portando la bandera del 8M en lo público, llegan y arremeten contra sus parejas en lo privado?

No hay que olvidar que el agresor, a veces, es la pareja, el amigo, el compañero de trabajo, un conocido o familiar. El agresor no es un tipo desconocido, un monstruo con fuertes garras y colmillos afilados que sale a la media noche a atacar a su presa, como lo podemos asumir desde la lejanía. Es un hombre, con nombre y apellido que tiene una relación con la persona a quien violenta, y es precisamente en nombre de esa relación, que la violencia persiste, sea por imposición social, por desigualdad económica, por ignorancia, por desesperanza.

Mientras nosotros como sociedad, no entendamos el legítimo reclamo de las mujeres a una vida libre de violencia, mientras sigamos observando conductas que tienden a menospreciar e invalidar sus vivencias esto no va a mejorar.

Porque como decía mi abuela “no hay peor ciego, que el que no quiere ver” y es que hay quienes pareciera que prefieren arrancarse los ojos, antes que cuestionarse el machismo y la misoginia que han interiorizado.

 

 

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El Heraldo de Saltillo
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