Reseñada anteriormente entre lo esencial del cine mexicano, esta hipnótica película de Yulene Olaizola, estrenada en el circuito de los más importantes festivales de cine de 2020 (San Sebastián, Venecia, Hamburgo, Nueva York, Busán, la Viennale y Biarritz), merece un análisis más profundo, considerando que se trata de una mirada alucinante del rol de la mujer, de la violencia de género y del cruce de dos mundos, uno mítico y primordial junto con uno profano cargado de signos inequívocos de maldad y muerte.
Después de “Intimidades de Shakespeare” y “Víctor Hugo” (2008), “Paraísos artificiales” (2011), “Fogo” (2012) y “Epitafio” (2015), codirigida con Rubén Imaz, la directora azteca Yulene Olaizola entrega una fascinante cinta que se ambienta en los años 20 y que transcurre en un paisaje casi de ensueño: el río Hondo, casi en el límite de México con Belice.
En su esquema no puede dejar de evocar el mítico “Aguirre, la ira de Dios” (Werner Herzog) y en su entramado dramático a “El abrazo de la serpiente” (Ciro Guerra) y la inteligente “Tropical Malady” (Apichatpong Weerasethakul), sobre todo cuando cruza su relato con mitos y leyendas de la cultura maya, en un escenario donde además sobresalen temas relacionados con la ecología y el feminismo, en especial con el tema de la violencia y dominación sexual de la mujer en una época en que estaba subyugada a la figura patriarcal.
En su esquema cinematográfico, el filme posee un esquema de western y una tensión que la emparenta con películas de aventuras del estilo “La reina africana” (John Huston), aunque de pronto y sin previo aviso, todos los acontecimientos derivan hacia la metáfora, la abstracción y el ensueño, lo que puede ser su mayor riqueza (para el cinéfilo) y su mayor lastre (para el público que solo espera entretenimiento).
“Selva trágica” se inicia con dos ámbitos: en uno, aparecen recolectores de chicle ilegales, trabajando para un jefe invisible durante todo el relato, arriesgando su integridad física encaramado en los árboles y, en el otro, una mujer que escapa de un matrimonio concertado en donde ella se siente ahogada y carente de toda posibilidad de escape, al punto que su cónyuge la busca con un grupo de matones para matarla. Del cruce de la mujer con los explotadores del chicle, nacerá el meollo argumental.
El filme empieza a describir la selva como un sitio casi mágico, apoyado con la voz en off de un indio que explica de qué modo esa selva subyuga y atrapa, trayendo a colación uno de los mitos más clásicos respecto del poder que ejerce sobre los hombres. Esa selva es un mundo sin ley, donde predomina el odio, la violencia, el racismo y las pugnas entre ingleses, blancos del lugar, indios y negros se solucionan con una bala o un machete.
Agnes, solo habla inglés y es “adoptada” por los recolectores de chicle, pronto será abusada sexualmente por cada uno de los integrantes del grupo de chicleros, mientras su marido (y dueño) británico la busca acuciosamente para liquidarla, herido en lo más profundo de su ego de macho traicionado.
A la tensión sexual, se suma la presencia cada vez más ominosa de la selva misma, con animales que surgen y desaparecen, con ruidos y murmullos, con niebla, lluvias y tormentas que tan pronto como aparecen ceden lugar a la calma.
“Selva trágica” también tiene elementos propios del documental, sobre todo cuando combina la ficción con la actividad real de esos hombres, perdidos en lo profundo de la naturaleza salvaje con un estudio de los animales, las atmósferas y los fenómenos meteorológicos, todo lo cual posibilita entender la película en variados niveles. Así, los seres humanos son descritos como brutos y violentos, capaces de llegar a abusos y explotación siendo, al mismo tiempo, presos de la presencia de una naturaleza agreste y a merced de fuerzas milenarias que, literalmente, acabarán con ellos.
En el aspecto de su factura fílmica, la película no tiene ni un solo reclamo, porque se trata de un trabajo brillantemente filmado, con utilización de unas locaciones reales que sorprenden, fotografiados con una exquisitez digna de maestros (recuerda en este sentido el cine de Terrence Malick), aun cuando a nivel de su guion hayan algunos ripios en la construcción de personajes (el marido cruel y arquetípico) y en la resolución de algunos temas que se desperfilan (el sexo como mecanismo de violencia y de dominación).
Donde el filme alcanza su punto culminante es en el tercio final, sobre todo cuando todo lo que hemos estado visionando (como real en la diégesis) se nos transforma acaso en la alucinación o en la evocación subjetiva que se ve refrendada por la voz en off que está pauteando el ciclo de la magia y de los mitos que se pierden en el inicio de los tiempos. Puede ser extraño y, quizás, provocar desorientación en el espectador, pero vaya que se agradece una película de estas características, apegada hasta las últimas consecuencias a un estilo, una estética y unas necesidades temáticas específicas.
Autor
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Periodista, Escritor
Doctor en Proyectos, línea de investigación en Comunicación
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