ESPECTADOR

LOS SECRETOS DE LA ABUELA NICANORA

La cuestión era lograr que la abuela Nica, centenaria por derecho propio y más allá del bien y del mal, no supiera, así de golpe, que sería elegida como la primera mujer en haber sobrevivido a tres siglos.

Quizás ya lo sabría ella, pero a su manera. Ahora, el paso siguiente, radicaba en vigilarla, medir sus pasos, contemplar el color verde-sidra de su rostro bellamente erosionado, sus ojos de paloma cansada, boca de gorrión, dentadura postiza y la fláccida delgadez de su cuerpo sano metido en tres metros cuadrados y medio de telas holgadas y descoloridas por el tiempo.

Así que cuando Anselmo, su enésimo bisnieto, se enteró de la convocatoria que mandaba circular el Club de Ancianos Virtuales de Saltillo, CAVIS, apenas pudo creer la noticia pensó de inmediato en empaparse de ella para que desde ese momento verla triunfante a doña Nica subiendo al presídium de los elegidos a recibir la aclamación a la manera clásica romana de todos los sectores regionales de la tercera edad, mientras un apuesto sexagenario, emulando al gobernador romano Poncio Pilatos en la película Benhur, investido en una hermoso atuendo y de buena estampa, le colocara sobre su albo cabello una corona de guirlandas.

La madre de Nica, Merceditas Castro, fue una mujer de muchas tallas, fallas y faldas; en alguna parte de aquella casona en que aún se respira un hedor rancio, una presencia plástica mezcla de olores arrinconados y presencias orgánicas de gatos, perros, carretas y hasta huesos humanos de un panteón en desuso, casa en la que vivió ella, su madre, Mechita de cariño, mujer de corta estatura y carácter juicioso, había ella olvidado, sin haberlo hecho a propósito, el acta de casamiento de su hija.

Seguramente se perdió como ella en los polvos de alguna anónima batalla durante los últimos años del porfiriato, o en los inicios de la revolución, o bien en un descuido de su difunto marido y que Dios tenga a ambos en su Santa Gloria.

En fin, todo se resume a una o varias épocas de la vida de Nicanora Mendieta Castro que era su nombre completo, y por otro lado, la existencia de un pequeño cofre de caoba con incrustaciones de cobre y plata y asa de oro extraviado o apilado entre la batahola añosa de algunas sillas, mecedoras, estatuillas y antigüedades del siglo XVIII arrinconadas en el viejo almacén de los cachivaches de la casona, lugar olvidado entre sombras y recuerdos y alguno que otro secretillo como el acta de casamiento de la misma Nica.

A la abuela se le reservaba un pequeño cuarto al fondo de la casa, a unos cinco metros de la cocina y a tres de un viejo, torcido y grotesco durazno que acostumbraba todos los años maquillarse y florear como rey feliz en primavera, apartando todo bullicio familiar y ruido externo.

Esa era una de las prioridades naturales de la abuela, respetar su espacio y dejarla respirar libremente. Yo nunca pude acordarme qué número de nieto alcanzaba en la arborización genealógica de la abuela Nica, que por cierto, me caía bien por su mente despierta a pesar de su avanzada edad, ojos pizpiretos, pero ya sedada con secuelas del tiempo y el Altzheimer muy patentes.

Nuestra vida al interior de la amplísima casona de cinco recámaras, sala, cocina tradicional, estacionamiento para el pequeño Ford del tío Jesús, medias habitaciones para dos criados, patio con fuente de agua al centro y un mediano corral trasero no era tan ejemplar como se imaginaba el paseante común y corriente de la calle Plazoleta al decir: “Carajo, qué casona, han de vivir como reyes sus inquilinos”. “¿Qué no sabe usted, es la casa de la vieja Meche Castro, la esposa de don Tiburcio Mendieta Solobino, aquel hombrón de artimañas, bigote kaiseriano y comerciante de toda la vida, y claro, finados ya por disposición del Todopoderoso y enterrados junto con su esposa como corresponde a su linaje en el panteón del pueblo?”

Todo consistía en revisar los papeles a fondo. Una de las hijas de Nica de segunda generación, que por cierto tenía los mismos ojos y rasgos faciales de la abuela de nombre Elida, con un lunar en el centro de la mejilla derecha, quien se había casado con un ingeniero metalúrgico hacía veinte años habló con Rigoberto su cuñado y le manifestó por teléfono su alegría y aprobación porque la anciana centenaria participara de ese festival, pasando la noticia al resto de todos los ejércitos de parientes.

Recibiría un homenaje por sus extraordinarios años de existencia, es decir, tres del siglo XIX, cien del XX y todavía otros dos del XXI y … “ya párele abuela”, solía exclamarle Adelmo, tercer nieto de otra de las enésimas madres, al oído de doña Nica, con un soplo de aliento que casi le hacía cosquillas en la oreja derecha y eso la hacía muy feliz que hasta las pupilas de sus ojos se le adormecían plácidamente.

Nica era la abuela mayor de toda aquella descendencia inmensurable y lo maravilloso es que las cuatro generaciones desconocían el secreto guardado por la dama de sus amores de todos: ¿Quién era su abuela Nica? ¿Por qué las Yolandas, los Adelmos, los Jesuces, los Anselmos, los Rigobertos, los Tiburcios y demás bisnietos y tataranietos que en nada se parecían? Cuando se reunían en Navidad aquello era la Torre de Babel, estaba claro que una vez más en el Salón Versalles de la ciudad y de buen ver, se escucharían de manera festiva desentonaciones, seseos, rimbombancias, cacofonías, chiflidos, discordancias, gritos y uno que otro inglés y francés champurrados que se dejaban oír con marcado acento gutural, pero que nada dejaban al entendimiento ni a la imaginación.

Los ojos felices de la abuela Nica de un color salmón y un punto negro al centro, párpados como rejillas japonesas, solamente miraban y contemplaban de día la marabunta de aquella gran congregación familiar en casa que al parecer nada les faltaba y que ella misma fue la fundadora junto con su madre. De vez en cuando su pensamiento merodeaba por los avatares de su productiva vida a la que premiaba con algunas lágrimas y grandes suspiros.

En sus adentros, armonizada con los latidos infatigables de un corazón de hierro y de un color rojo carmín y sangre azul, Nica obsequiaba todos los días al viento y al sol de mediodía y al Todopoderoso, en un ejercicio de memoria anti-alzheimer, una leve y especial sonrisa de agradecimiento al gran Dios, sonrisa tomada de alguna obra dramática de teatro al que gustaba ver en su juventud al lado de su adorable esposo del que ya había hasta olvidado su nombre, maldita sea. “Solía hablar ella de Moliere, el jocoso dramaturgo francés”, decían, entre sus contadas charlas vespertinas sus nietos mayores.

“¿Quién será madre mía el elegido de entre toda esa ralea de herederos desconocidos que habrá de encontrar el cofre de mis días y mis amores?”—pensaba doña Nica, mientras se acercaba el día señalado a la nominación de reina por el Club de Ancianos Virtuales de Saltillo. Todo era cuestión de tiempo, el bendito tiempo que se lo pasaba ya por las axilas y otras partes pudendas.

Y volvía a reír, sin que nadie la estuviera observando, acariciando la cabeza de un alelado tataranieto que se aventuró a saludarla y como premio recibió un coscorrón bien dado. “Y esta criatura que se trae, ni me conoce ni la conozco”, y el niño corría horrorizado y chillando donde estaba su mamá.

La madre de la abuela Nica, Mechita, había conocido a Pancho Villa, el cual era uno de los tres secretos. Después de la masacre de los chinos en Torreón, ella, Meche, le había dicho al general que se iba a casar con el dueño de sus quincenas, por decir algo, Tiburcio Mendieta, comerciante saltillense, bonachón, de amplio y apiñado bigote, corto criterio, buena persona, para que cuando el general visitara Saltillo no se le antojara de malas fusilarlo sin previo aviso.

El segundo secreto de los tres de Mechita era el pequeño cofre metálico donde estaban las fotos de su juventud al lado de sus padres y los once hermanos caídos del cielo más los ocho hijos que Nica hija procreó con el permiso del Creador y su difunto esposo traspapelado y el presbítero Eladio Alavez de feliz memoria, quien la había casado y deseado una longeva vida que jamás imaginó se alargara tanto, pues a él también Meche y Tiburcio lo enterrarían con todos los honores en agradecimiento a su acto filantrópico de tinte religioso.

El tercero y último secreto de doña Nicanora consistía en adivinar el nombre del susodicho pariente que tendría la suerte de encontrar ese tesoro de sus amores extraviado en el cuarto de los cachivaches que en cincuenta años no se había abierto y con ello, finalmente, dar con el nombre del esposo de Meche, olvidado paradójicamente por su hija.

“Mamá Meche así lo dejó sin que nadie metiera mano –dijo Nica a sus hijos—, levantando la mirada con un gran esfuerzo– y le prometimos que pasaría más de medio siglo para que las puertas de madera rustica del almacén se abrieran y el tufo fantasmal saliera corriendo de aquel almacén sin voltear atrás”.

Pero abuela –aclaró Jesús—un bisnieto de cabeza calva, bigote cargado y torneado estómago —usted nos vas a enterrar a todos y jamás sabremos el nombre del bisabuelo o tatarabuelo. Haga memoria, abuela, memoria, todos estamos en espera de dos cosas: que llegue el día de la coronación geriátrica regional y que dé a conocer el nombre de tan distinguido pariente que ya es famoso incógnito entre la prole.

Y volvía a sonreír doña Nica ya sola en su cuarto, a unos días del adiós eterno, con otro de sus gestos, ahora shakesperianos, en espera del hallazgo, recordando a Hamlet. Cincuenta o cien años han sido pocos para ella y el haber escondido el cofre de cobre, plata y asa de oro la haría revivir y ponerle la sangre como en sus mejores tiempos. La felicidad no tenía límites para ella y menos cuando se está a punto de partir de este mundo.

Ciertamente se iba a morir, pero el hecho de que la quisieran todos los más de cien herederos a nadie se le había ocurrido conjurarlos. Solamente a ella. Un simple cofre era el culpable de la unión de un gran ejército que ni ella se imaginó. Fue Anselmo, después de todo, el indicado, quien lo encontró, en una apacible tarde pre-invernal brumosa. El cofre estaba intacto, olía a rosas, a tabaco decimonónico y a los rescoldos hechos cenizas del tiempo.

Todo ser humano debe sacrificarse por su familia en todas las etapas de la vida, sobre todo en la vejez cuando más se necesita de los soldados, tenientes y generales y vemos que sucede todo lo contrario, desafortunadamente en los tiempos actuales, abandonando a los padres y olvidándose de ellos.

Nica fue una mujer feliz hasta el último día de su existencia, supo ejercer su liderazgo, su boquita de gorrión se dilató, dicen quienes la vieron en el ataúd, mostrando su último y final gesto, que les dejó como tarea a tratar de adivinar de qué autor teatral se refería.

Las luces del velatorio se apagaban y se encendían con diferentes tonalidades. A un costado, entre el aroma de rosas y capullos de begonias, yacía el nombre de su amado y al centro del féretro una corona de laureles como reina ejemplar de la vida y de la paz.

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El Heraldo de Saltillo
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