Crece espiritualmente
y ayuda a los demás a conseguirlo.
Éste es el sentido de la vida.
León Tolstói
El sentido no es algo que la vida tenga o no tenga. Es algo que debemos darle. La vida solo es. Los calificativos los ponemos nosotros y, con ellos, creamos las realidades que vivimos. Por eso las palabras tienen gran poder: son el vehículo de concreción de lo que pensamos y sentimos.
Si el sentido de la vida depende de nosotros y no de ella, no es otra cosa entonces que producto de nuestra actitud.
De ahí que el psiquiatra Víktor Frankl, el hombre que siempre le encontró sentido a su vida, aun después de perder a sus padres y su esposa embarazada en campos de concentración, y de estar el mismo al borde de la muerte en ellos, sostenía: “lo que de verdad necesitamos es un cambio radical en nuestra actitud hacia la vida”.
Nuestra actitud hacia la vida es la postura con que nos relacionamos con todos y todo lo que nos rodea. Si pensamos y sentimos, en consecuencia, que la vida es dura, que habrá escasez, traición, desamor y mucho drama, su sentido, entonces, será sufrir.
Y será un sentido, por supuesto, aunque lo neguemos porque no es el que queremos ni el que esperamos, a pesar de que nosotros mismos lo hayamos creado.
El sentido de la vida proviene del significado que le damos a nuestras experiencias, y esto, a su vez, es producto de nuestra buena o mala actitud.
En nuestra búsqueda neurótica de certeza y seguridad, dos necesidades psicológicas fundamentales, los seres humanos tratamos de explicarnos lo que nos perturba. Como nos hallamos en estado de miedo, la explicación será por lo menos sesgada, además de parcial. Una mentira indiscutiblemente.
Convertimos después esa mentira en una creencia y esa creencia en una verdad. Cuando las evidencias de que estamos mal se vuelven irresistibles, caemos en confusión y entramos en crisis. Pensamos entonces que la vida no tiene sentido, solo porque no tenemos una explicación que nos satisfaga.
Sin embargo, explicación y sentido no son lo mismo.
Muy probablemente decidamos en ese momento que el problema es la falta de un propósito o misión de vida, y elegiremos una actividad o una ideología a la que apegarnos para encontrarle sentido a la vida. Pero en cuanto cambien nuestras circunstancias, cambiemos nosotros y con ello nuestras posibilidades de continuar por el mismo camino, creeremos haber perdido el sentido de vida.
Eso es porque el sentido y el propósito de vida no son lo mismo.
¿Qué es el sentido de vida entonces?, ¿De dónde lo obtenemos? Lo primero que habría que señalar es que todos pensamos que el sentido de la vida es uno, único, y una vez que lo encontremos seremos, como en los cuentos, felices para siempre.
Sin embargo, si nuestras circunstancias cambian, nosotros cambiamos, –ineludiblemente, por poco que sea, pues a eso venimos al mundo— y con ello nuestras actitudes, ¿por qué el sentido de vida debiera mantenerse inmutable?
Necesitamos, los seres humanos, encontrarle un significado profundo a nuestras experiencias, porque vivimos en dimensiones interiores independientes de nuestra vida material, que requieren motivos, que no explicaciones ni propósitos, para existir.
En esas dimensiones interiores se halla el alma. Si los motivos del ego son la riqueza, la popularidad y el reconocimiento, el motivo del alma es uno solo: la conexión profunda con nosotros mismos y con todo lo que nos rodea.
Esto puede llevarnos efectivamente a servir a los demás con amor, o a sacralizar la naturaleza, o a practicar una disciplina espiritual que nos permita apreciar las cosas sencillas de la vida, o a cualquier otra actividad que nos llene el alma.
Ahí es donde encontraremos el sentido de la vida, y es tarea de todos los días. Además, va cambiando con nosotros, también día a día.
Cuando nos desconectamos, lo perdemos.
delasfuentesopina@gmail.com
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