No hay ventaja en conocer el futuro
Cicerón
Hasta ahora, para la mayoría de nosotros, vivir se trata sobre todo de perseguir el placer y evitar el dolor. En eso basamos nuestras creencias sobre el amor y la felicidad.
Creemos, además, que tales emociones dependen de cómo nos traten los demás y de cómo nos vaya en la vida.
Sin embargo, placer y dolor –que motivan casi todo lo que hacemos o dejamos de hacer–, son absolutamente interdependientes, las dos caras de la misma moneda.
A menos que lo comprendamos claramente, siempre estaremos sintiendo esa clase de terrible dolor que se llama miedo, ante la posibilidad de no sentir placer o, por el contrario, de encontrar el displacer temido.
Ambas emociones, además, se originan en nuestro interior y radican en la forma en que interpretamos la vida. No provienen de los hechos, sino de nuestras percepciones sobre ellos.
Tenemos primero que comprender que los seres humanos somos incapaces de conocer la realidad y la verdad tal cual son. La ciencia es solo un intento. Lo que nos sucede es filtrado por una percepción que proviene de nuestro condicionamiento familiar (social), en combinación con la experiencia personal, que habrá tendido a lo largo de la vida a reforzar las creencias preestablecidas.
Así que no, ni los demás ni la vida son culpables de cómo nos sentimos. Solo nosotros, nuestra mente y cuerpo, a través del binomio pensamiento-emoción. Nos torturamos mentalmente, tanto por lo que pensamos y sentimos, como por lo que no queremos pensar y sentir.
Explico: los seres humanos operamos a través de abstracciones mentales, dirigidas a establecer lo que debió haber sido, lo que debe o debería ser. Y todo esto está en función de nuestra necesidad de placer y nuestro rechazo al dolor.
Así pues, experimentamos placer y nuestro cuerpo, en conjunto con nuestro cerebro, nos dicen: debo volver a sentir esto. Y nos dedicamos a tratar de reproducir las experiencias que nos hicieron sentirlo.
Pero el placer no solo es efímero, su naturaleza es la novedad, así que va menguando experiencia tras experiencia, mientras nosotros vivimos aferrados mental y corporalmente a la intensidad de la primera vez, y entonces comenzamos a sentir el dolor de no poder reactivarlo.
Por otra parte, hay en nuestro pasado sucesos dolorosos, sobre lo cuales, nuevamente, la sociedad cuerpo-mente nos dice: no quiero que vuelva a suceder, y entonces nos pasamos la vida temiendo que ocurra de nuevo y tratando de evitarlo, con lo cual nos provocamos tanto dolor como si la experiencia estuviese de nuevo en el presente.
Así pues, el pasado y el futuro solo existen en el presente, en nuestra mente. Ahí es donde los convertimos en nuestra desgracia o nuestra bendición; en nuestros problemas o nuestras soluciones. Todo tratando de reencontrar la “felicidad” perdida y de evitar el dolor pasado.
El resultado es un esquema de pensamiento-emoción que nos mantiene, todo el tiempo, preocupados de lo malo que nos pueda pasar y lo bueno que no podamos alcanzar.
Estrictamente, ayer y mañana ya no existen más que como una abstracción, una percepción, necesaria por otra parte, porque sin ella el aprendizaje es imposible, la sabiduría inalcanzable y la plenitud una utopía.
Sin embargo, usamos esa abstracción para atormentarnos, en una búsqueda compulsiva de placer, especialmente de la intensidad recordada, lo que solo nos va vaciando interiormente y nos causa más dolor, porque no hemos comprendido ni la naturaleza del placer ni su función en nuestras vidas.
Tenemos ciertamente muchas más maneras de atormentarnos mentalmente, como, por ejemplo, rechazando con horror pensamientos e imágenes consideradas socialmente patológicas, malas o vergonzosas. Todos las tenemos.
Pero esa es una forma consciente de atormentarnos. La otra, la que tiene su origen en nuestra incansable búsqueda de placer –cualquiera que sea la forma en que lo encontremos–, y nuestro rechazo al dolor, está tan normalizada, que nos pasa desapercibida.
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