La conciencia no sentenciosa disuelve la negatividad
Brian Weiss
Todas nuestras emociones son una serie de reacciones orgánicas al entorno. Por tanto, la clasificación de positivas o negativas no responde a su naturaleza, sino a la forma en que las manejamos y en que, por tanto, nos afectan. La ira, por ejemplo, puede ser positiva para poner límites, mientras el afecto puede tornarse enfermizo.
Estas reacciones orgánicas se convierten, además, en el vínculo entre seres humanos, en solo dos vías: defendiéndonos o confiando, ya sea que nos domine el miedo o el amor, que son mutuamente excluyentes.
El miedo es el mecanismo de sobrevivencia básico, así que no es ni bueno ni malo, solo esencial en ciertas circunstancias, pero como emoción raíz, puede convertirse en el ancla de nuestra vida emocional. El amor, por su parte, no es solo un sentimiento profundo, sino una forma de percibirlo todo, sin temor a nada.
Debido a que hasta la fecha no se nos educa, ni en casa ni en la escuela, para manejar correctamente nuestras emociones, llevamos cargando el dolor de experiencias pasadas, rumiándolo, creando y acumulando desconfianza, rencor, más miedo e ira. El resultado es agresión.
Por eso, es mucho más fácil que nos comuniquemos con otros a través de la indignación, el odio y la repartición de culpas, que a partir de la responsabilidad y la empatía.
Tan difícil ha sido a lo largo de la historia la gestión de nuestras emociones perturbadoras o negativas, que muchas religiones han depositado su causa fuera del ser humano, en alguna entidad maligna y su poder para corrompernos.
Y tan desconocida ha sido la alquimia emocional, que nos permite crear emociones positivas, es decir, las que nos dan bienestar interior, que nuestra virtud se ha hecho depender simplemente de nuestra capacidad de “resistencia al mal”.
Por eso nuestro único y real enemigo está dentro de cada uno de nosotros. Todavía no entendemos que no entendemos. Sustituimos la comprensión de nuestra naturaleza como especie y de nuestra particularidad, por moldes de “ser” socialmente prefabricados, a los cuales nos exigimos responder.
Para ello recurrimos a otra emoción con la cual nos autocensuramos y ocultamos tras un muro de justificaciones nuestra negatividad: la vergüenza, limitadora por antonomasia. Buena o mala según se use.
Sentimos vergüenza de tener miedo, de envidiar, de ser rencorosos y también de nuestros deseos, dependiendo de nuestra cultura, época y religión. Hablamos de moral.
Ahora bien, la moral es el moldeador y el moderador social. La tranquilidad y la seguridad de todos depende de que no rebasemos los límites impuestos, aunque la evolución personal y social dependen de que lo hagamos.
Así es el mundo. Eso es el cambio. Una ruptura con los viejos paradigmas, gradualmente, aunque a veces se necesite una sacudida para dar el paso. Pero no siempre vamos en línea recta hacia estadios superiores de conciencia.
Eso dependerá de cuánto miedo y cuánta vergüenza cargue todavía una sociedad, que preferirá en un momento determinado “cerrarse” y volver a lo viejo, disfrazado de nuevo, como siempre pasa, antes de dar un paso hacia lo incierto.
La incertidumbre es una de las emociones que menos toleramos, pues la seguridad es una condición básica para el desarrollo de cualquier persona.
La inseguridad que genera la incertidumbre suele poner nuestras vidas “en suspenso”. Por supuesto, se trata de una respuesta personal, pues hay quien puede manejar lo incierto con buena adaptación y gran creatividad.
La inseguridad y el miedo se alimentan uno al otro. Si tratamos de no sentirlos, crece el binomio hasta controlarnos. Esta interdependencia de emociones nos hace sentir completamente vulnerables, “débiles” según el juicio social, lo cual activa el “clic” del mecanismo de autocensura.
Y si el miedo nos aleja del amor y, por tanto, de Dios, la vergüenza nos hace indignos a nuestros propios ojos. Esta mezcla ha sido realmente el opio de la humanidad. Provenga de donde provenga.
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