Ni la ausencia ni el tiempo son nada cuando se ama
Dice una de las más difundidas y brillantes frases del Nobel de Literatura Albert Camus que “no ser amados es una simple desventura, la verdadera desgracia es no amar”.
Ahora bien, con esta tendencia de los seres humanos a, valga la redundancia, creer que lo que creemos es la verdad, se han realizado diversos análisis sobre esta frase dando por sentado que sabemos amar, aunque la realidad lo desmienta.
Aprendimos maneras de “amar” que hemos ido reproduciendo durante generaciones, desde hace miles de años, sin cuestionarnos sobre su propósito, contenido y resultado.
Hemos oído frases maravillosas sobre el amor incondicional y, sin embargo, nunca hemos intentado entenderlo, mucho menos sentirlo. Lo vemos como un sentimiento extraterreno, factible solo para los iluminados.
Y he aquí el que acostumbramos sentir: “porque te amo soy duro, demasiado exigente o muy crítico contigo. Lo hago por tu bien”.
Esta actitud, casi generalizada en nuestras relaciones de pareja, fraternales, paternales, laborales y amistosas, no es más que una forma de condicionar el amor. En el fondo significa: “te amaré si te comportas como creo que debes hacerlo, si eres quien creo que debes ser”.
La forma de dar este amor condicionado es a partir de conductas que producen dolor, ansiedad y miedo en quienes pretendemos amar: te rechazo, te muestro mi molestia, te retiro la palabra, te dejo en “visto”, te descalifico, te abandono, porque no cumples mis expectativas.
Cada uno de nosotros lo sufrió de alguna manera en el seno familiar en su infancia: nos premiaron, mimaron, felicitaron y validaron cuando hicimos las cosas correctas desde la perspectiva de los adultos, aun cuando ésta fuera nociva para nosotros, pues no teníamos criterio entonces para darnos cuenta de ello. Luego nos retiraban todo eso y nos hacían saber, fría o violentamente, su decepción porque no éramos como debíamos ser “por nuestro propio bien”.
También pudimos habernos desarrollado en un hogar de tal disfunción que siempre recibiéramos cargas de culpa y descalificación hiciéramos lo que hiciéramos, y aún así creíamos que éramos amados, porque creer que lo somos es lo único que nos mantiene realmente vivos en nuestros primeros años.
Así pues, reprodujimos los mismos patrones de “amor”, primero con nosotros mismos. Nos “amamos” de la misma manera que nos “amaron”. Luego repartimos esto a diestra y siniestra. Y nunca nos cuestionamos sobre lo que estamos haciendo. Creemos a pie juntillas que estamos amando.
Pues bien, tener fuertes sentimientos hacia otro, que nos controlan, nos impulsan a poseerlo, celarlo, necesitarlo, querer controlarlo, o adorarlo, obedecerlo, complacerlo, servirle, etc., no es amor.
Todo esto es lo que hemos estado confundiendo con el amor. Pero dígame usted si su amor puede con la ausencia del ser amado en dicha y paz interior, sin nada que decir ni nada que oír, sin vacíos interiores ni ansias de tenerlo. Pocos, muy pocos. Y los hay, claro. Pero esto es resultado de una evolución personalísima, que comienza por amarnos incondicionalmente a nosotros mismos, siendo lo que realmente somos.
Por lo pronto y por lo general, amamos con malestar, el que venimos cargando desde nuestra infancia por no ser suficientes, y el que causamos a otros por el mismo motivo.
A esto la psicología le ha llamado amor negativo. Personalmente no le llamaría amor, pero aceptemos esta etiqueta, pues nos facilita su identificación.
El gran problema del amor negativo es que se autorreproduce: si me amo a mí mismo condicionadamente, porque creo que soy insuficiente, buscaré en otro lo que creo que me hace falta, y al relacionarme desde esta carencia, consideraré que es precisamente el otro lo que necesito. Esa persona se relacionará conmigo de la misma forma. Y como no estamos completos, lo que seguiremos encontrando en nosotros y en el otro será insuficiencia.
Usted dígame si eso es amor.
delasfuentesopina@gmail.com
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