Mi madre salió de su tierra huyendo de una guerra, la cristera, que tuvo escenario en la región de los Altos de Jalisco. Esta guerra en defensa de la religión se desarrolló en aquellas tierras alteñas, donde la sangre corrió en abundancia y la muerte llegó en los fusiles del ejército federal, rancio y experimentado.
¡Olía a odio! La vida había cambiado su espíritu y en la vida terrenal había desesperación y ansia. El odio era contra los mochos fanáticos y su manifestación fue sanguinaria.
Ya en la calma de los balazos, el gobierno central aplicó una política de exterminio y represión en aquella región de los Altos de Jalisco que no dejó piedra sobre piedra: arrasaron a una población campesina indefensa y fanatizada, y poniendo un estado de sitio, aniquilaron la esperanza de vivir en su tierra. Los militares que hicieron la guerra la polarizaron de manera máxima aplicando la Ley Calles -cuyo fin era controlar y limitar el culto católico en México-, y el asunto provocó que cerraran templos, quemaron Santos, cometieran sacrilegio con los objetos sagrados, y mataran a diestra y siniestra.
La pasión se desbordó con la violencia hasta conocer el hambre los vencidos, en una tierra productiva de tradición, afanosa y campesina, se conoció la devastación paciente de sometimiento.
Dijeron al gobierno “nada daremos”, y ellos contestaron: que busquen el alimento donde lo encuentren. Los gritos se unieron “malditos militares que nos oprimen, malditos, maldito gobierno: ¡Viva Cristo Rey!
Entonces se fueron huyendo con su fe arraigada y esperanzadora. “Volveremos algún día”, prometieron. Sólo llevaron sus manos como riqueza y la divina providencia de protectora. Su fe como esperanza.
¿Qué hacer? Partir a otro lado. Fue una idea que nació en sus cabezas pues sin tierra libre, nada se podía hacer.
Esa fue la represión que ideó el gobierno como fórmula para aplicar la reforma agraria y comenzó a repartir la tierra. De pronto, mis abuelos se vieron sin tierra y sin nada.
Los campesinos de esas tierras tuvieron que ceder el trabajo, la tierra era de otros, tuvieron que marcharse, sin entender por completo el motivo de esa decisión.
“¡Pinche gobierno!” dijeron. No importó la muerte de tantos amigos y mártires, salieron con el buche de amargura en su cuerpo.
Mi abuelo Santos escupió y dijo “¡Vámonos! Esto valió madre”, y a comenzar de cero.
Se casaron en plena guerra, lo hicieron a escondidas en el año de 1927, de hecho, existe una foto del casamiento sin avisarle a nadie, como sucedía en ese momento. Luego, al abuelo lo levantaron en la leva y luchó hasta recibir un balazo en su cuerpo. Decía con cierto orgullo “fue entre cuero y carne “.
Tuvo varios actos de guerra que le forjaron mejor las ideas cristeras, como participar en la batalla de San Julián. Cuando estalló la guerra en ese lugar vino el sufrimiento, estaba prohibido realizar actos de culto, la persecución en la piel les secó los labios, les rajó el corazón.
Recogieron lo que pudieron, lo más ligero para transitar, huyeron a esconderse a otro sitio donde nadie los conociera. Ya de lejos, observaron que el gobierno persiguió a los cristeros y consideró ilegal los actos de culto. Mi abuelo Santos se encomendó a la Virgen de San Juan y puso pie en el camino; ese peregrinaje les llevó cuatro días, se estacionaron bajo el cielo, con unos palos y unas ramas crearon un jacal que les cubría del sereno de la noche. San Antonio el Rico se llamaba el lugar donde el abuelo consiguió un trabajo de domador de caballos.
A mi mamá le mortificaba haber quemado ese jacal. Quería calentar los frijoles y echó más leños al fuego, se desbordó la braza y agarró las ramas secas del jacal, y en un suspiro todo quedó hecho cenizas, afortunadamente el fuego sólo se llevó lo que estaba en la cocina.
Después siguió la vida, los hijos Luis, Socorro, José Guadalupe, Martha, María y Jesús tuvieron su propia suerte. Siempre recordaron que habían llegado huyendo.
Mi abuela en ese ajetreo logró salvar un Niño Jesús, a quien le hacíamos festejo en las posadas.
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