NO SE LA CREA

Los únicos límites que tenemos son los que creemos

Wayne Dyer

Todo lo que usted experimenta es producto de algo que decidió alguna vez, aunque haya tanta distancia temporal entre experiencia y decisión, que parezcan no tener relación alguna. Piénselo cuando se pregunte: ¿por qué a mí?

Toda decisión que ha tomado ha sido, a su vez, producto de lo que usted cree sobre sí mismo(a). Quizá no podamos hacer todo lo que queremos hacer, pues en cualquier actividad intervienen factores fuera de nuestro control, pero cuando hablamos de ser, casi todos nuestros fracasos se deben a creencias autolimitantes.

Es probable que en algún momento de nuestra infancia alguien nos hiciera sentir incapaces de ser o hacer algo:  nuestros padres, maestros o cualquier otro adulto que jugara un rol importante en nuestras vidas, incluso uno de aparición momentánea pero impactante.

Aún peor, pudieron habernos hecho sentir que éramos torpes, tontos, deficientes, feos, inmerecedores, entre otras descalificaciones que nos llevaron a creer que estábamos limitados para algunas o muchas cosas.

Todos de algún modo tenemos patrones de pensamientos negativos autolimitantes; todos cargamos un “yo no sirvo para eso”, o un “siempre quise y no pude”.

Con las voces de nuestra infancia interiorizadas, diciéndonos constantemente que en realidad somos un fraude, limitamos nuestra capacidad de aceptarnos y amarnos tal cual somos, y con ello nuestro desarrollo, seguridad, autoconfianza, felicidad.

Dicen los profesionales de la salud mental que las creencias autolimitantes son la causa de la infelicidad de la mayor parte de las personas, sobre todo aquellas que se sienten incapaces de salir de una relación tóxica, abandonar una adicción y/o valerse por sí mismas.

Personas que no se valoran y se autodescalifican, que se tratan a sí mismas como fueron tratadas en su infancia, de manera que en cada experiencia de vida sacan conclusiones que refuerzan su minusvalía: “nadie me va a querer en realidad”, “soy un patético vendedor”, “soy un pésimo orador”, “no nací para triunfar”, “soy malo para los estudios”, “la riqueza no es para mí”, “ya no estoy en edad”, etc.

Así pues, cuando nos creemos cualquier descalificación o limitación acerca de nosotros mismos, lo convertimos en nuestra verdad, actuamos en consecuencia y obtenemos los resultados correspondientes. No obstante, nos sentimos “buenas personas”, de manera que además desarrollamos un sentimiento de injusticia.

La autolimitación es un diálogo interno, nos estamos autodescalificando constantemente, de manera que minamos nuestra autoestima y con ello la salud emocional.

Esta falta de amor propio nos lleva a un síndrome muy curioso, llamado del impostor o del fraude, que no nos permite reconocer nuestros logros, sobre todo frente a nosotros mismos, pues tenemos internamente un sentimiento de no habérnoslo ganado realmente.

Nos sentimos, pues, un fraude, pues suponemos que alguien tan tonto, torpe, deficiente, viejo, feo, o cualquier otra etiqueta que nos pongamos, no puede destacar, tener éxito, liderar, crear o recibir un reconocimiento.

Y caemos en una actitud de falsa humildad, sintiéndonos avergonzados cuando alguien nos halaga, porque en el fondo no creemos merecerlo.

Podemos ver el síndrome del impostor en personas que creemos muy exitosas, y que en cierto sentido realmente lo son. Se trata de un trastorno psicológico más frecuente de lo que creemos, producto efectivamente de creencias autolimitantes que, si bien no impidieron a la persona tener éxito, si le imposibilitan reconocerlo y, por tanto, disfrutarlo.

Ese éxito, por tanto, tendrá igualmente un tope, porque quien padece el síndrome no está preparado(a) para más. Ahora sabemos por qué algunas personas que parecían tener carreras o fortunas ascendentes se quedaron estancadas y posteriormente comenzaron a descender: no confían en sí mismas, no creen que merezcan lo que han logrado, no pueden por tanto aspirar a más.

Un dato más para la autoidentificación: quienes padecen este síndrome son perfeccionistas, pues temen que los demás descubran que no son tan listos como parecen.

¿Ya se vio? Si no, felicidades. Viva disfrutándose a sí mismo.

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El Heraldo de Saltillo
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