La mejor forma de animarte a ti mismo es animar a otros
Mark Twain
Hay momentos en nuestras vidas en que, por situaciones como desastres naturales, pandemias, guerras y terrorismo, entre otras desgracias, miles o quizá millones de personas experimentamos el mismo tipo de pérdidas; tangibles en el caso de seres queridos y bienes materiales, o intangibles, como la libertad, la seguridad, la certeza y la tranquilidad.
El mundo está transitando hoy por una de esas circunstancias. En casi todos los países del mundo la desesperación, el sufrimiento y el miedo están atenazando los corazones humanos.
Estamos, como sociedades, experimentando terribles pérdidas personales y colectivas y, sin embargo, en muchos casos no estamos siendo ni empáticos ni solidarios con los demás.
A diferencia de otras desgracias anteriores, ahora no estamos uniendo nuestros corazones para sostenernos unos a otros y hacer un duelo conjunto por todo aquello que nos ha arrebatado el virus. De los duelos bien llevados se aprende, como aprendimos nosotros del terremoto de 1985. Los duelos inconclusos nos estancan.
Así como cada persona tiene que hacer un duelo por sus pérdidas, una sociedad debe solidarizarse, unificarse, empatizar y condolerse para que sus miembros superen juntos el dolor por desgracias o tragedias colectivas. De lo contrario, se quedará anclada a la negación, o la ira y la indignación, o la negociación con la realidad, y será fácil presa de la manipulación política, económica e informativa, entre otras.
Las sociedades que realizan lutos colectivos salen más rápidamente de sus problemas, con lo menores daños posibles, psicológicos, físicos y materiales. Dependemos unos de otros, y si conformamos un colectivo indolente, poco solidario y egoísta, ni nosotros ni los demás estaremos bien.
Son diversas las razones por las cuales no lo estamos haciendo:
La primera es que la pandemia nos plantea un panorama difícil durante un plazo indefinido, que nos llena de miedo y, obvio, de pensamientos catastróficos, magnificados por las redes sociales, de manera que la reacción inmediata y, desafortunadamente duradera, es: “primero yo”.
La segunda es que hay personas que no están dispuestas a perder lo que creen son sus libertades, su seguridad y su certeza, y prefieren adoptar una actitud indolente, anclada por supuesto a la ignorancia voluntaria (no quiero saber), o se adhieren a teorías “conspiranoicas” que les permiten desafiar las reglas no solo generalizadas, sino de urgente aplicación, y con ello evadir la responsabilidad que debieran tener sobre su propia vida y la de los demás.
Digo específicamente “lo que creen son sus libertades, su seguridad y su certeza”, porque la realidad es que estos bienes intangibles no son estrictamente personales ni independientes de los demás. Solo son posibles en nuestra relación con otros. Como conceptos, derechos y necesidades psíquicas son, de hecho, producto de la convivencia social.
No tomar esto en cuenta tiene como resultado lo que vemos en los países con sociedades menos solidarias: los contagios siguen creciendo de manera alarmante.
Mi libertad no es hacer lo que me pegue la gana, es elegir lo que quiero para mi vida sin dañar a otros, puesto que no querría que otros me dañaran a mí si tuvieran que tomar las mismas u otras decisiones. Mi seguridad no existiría si no pertenezco a un colectivo y la certeza es simple y sencillamente una ilusión cuando del rumbo de nuestras vidas se trata, porque la vida es cambio ignoto.
Otra de las razones por las cuales no estamos reaccionando con solidaridad, empatía y responsabilidad colectiva es, por supuesto, el hecho irrebatible de que muchas personas viven al día y tienen que, necesariamente, exponerse y exponer a otros a un posible contagio, por mucho que se cuiden y cuiden a los demás, porque la subsistencia es un asunto urgente, prioritario e importante al mismo tiempo.
Habiendo detectado claramente los obstáculos, es momento de que cada uno de nosotros haga algo desde su propia trinchera.
delasfuentesopina@gmail.com
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