Hay gente que piensa que una mujer linda, tiene que ser tonta.
Ese prejuicio lo sufrió la actriz Hedy Lamarr, considerada la más bella de la historia del cine; “cualquiera chica puede ser glamurosa, solo debe estar callada y parecer estúpida”, dijo en alguna entrevista.
Nació en Viena el 9 de noviembre de 1914, hija única de un banquero de Lemberg y una pianista de Budapest; judíos ambos, pero criados en el catolicismo, la bautizaron como Hedwig Eva Maria Kiesler.
Desde niña fue brillante y superdotada; tocaba perfectamente el piano y estudiaba Ingeniería, cuando conoció al empresario cinematográfico Max Reinhardt quien le pidió interrumpir su carrera, para ir a Berlín a aprender actuación y trabajar en cine.
Pronto fue famosa, y en agosto de 1934 el director checoslovaco Gustav Machatý sacudió el festival La Mostra de Venecia, con Éxtasis; película que la llevó al estrellato y la polémica, como protagonista del primer desnudo total en una escena sexual.
Le llovieron condenas, incluidas las de sus padres y el Vaticano; pero Fritz Mandl, dueño de una empresa de armamentos, quedó fascinado y solicitó permiso para casarse; el padre aceptó agradecido, pensando regresaría “al buen camino”.
Pero ella deseaba continuar haciendo cine y no quería a ese marido celoso, que compró todas las copias de Éxtasis; sólo la dejaba bañarse si él estaba presente y la obligaba a acompañarlo a todas partes.
Vivía aburrida en el castillo de Salzburgo, cuando decidió retomar la Ingeniería; y como su esposo surtía el arsenal de Hitler y Mussolini, que lo consideraban “ario honorario”, fue recopilando información sobre el armamento nazi.
Un día, hastiada de ser “trofeo de un tirano”, escapó por la ventana de los baños de un restaurante y se fue a Paris sin más ropa que la puesta; pero con suficientes joyas, para vivir.
Marido y guardaespaldas la persiguieron, pero logró llegar a Londres y embarcarse en el Normandie, con destino a Estados Unidos.
En la travesía coincidió con Louis B. Mayer quien, impresionado con su belleza, le ofreció trabajo en la Metro-Golwyn-Mayer con la condición de cambiar su nombre para no ser relacionada con Éxtasis y ocultar que era ingeniera, para “no perjudicar” su imagen de diva; y en memoria de la actriz del cine mudo Bárbara La Marr, se puso Hedy Lamarr y se radicó en Los Angeles.
Para 1941, medio mundo estaba en guerra; los alemanes habían barrido las fuerzas polacas y francesas y amenazaban Inglaterra.
Hedy conocedora del armamento de Hitler y con profundo rencor a los nazis, ofreció sus conocimientos al National Inventors Council.
Le respondieron que mejor aprovechara su físico para vender bonos de guerra; lejos de amilanarse, prometió un beso a quien comprase más de 25 mil dólares y en una noche, vendió siete millones.
Pero seguía empeñada en servir a los ejércitos aliados y pensando que la radio era el medio más adecuado, se dedicó a investigar la forma de guiar las armas por control remoto y señales cortas, para evitar interferencias enemigas o climáticas.
Y cuando en 1940, un submarino alemán hundió un barco cargado de refugiados pese a que EEUU permanecía neutral, había encontrado la fórmula de trasmitir mensajes fraccionados en varias frecuencias y tiempos tan cortos y espaciados, que era imposible descifrarlos.
Conoció entonces al pianista y compositor George Antheil, experto en la sincronización de múltiples instrumentos; juntaron esfuerzos y en junio de 1941, solicitaron patente para el “Sistema Secreto de Comunicación”.
La obtuvieron en agosto de 1942, cuando USA estaba ya en guerra con Japón y Alemania; la marina estadounidense, dijo que no servía, pero con el progreso de la electrónica y la llegada del transistor, tuvo nuevas aplicaciones.
Y desde la crisis de los misiles en Cuba y luego en la guerra contra Vietnam, ha sido usado para transmisiones militares; y ahora para Wifi y BlueTooth.
Aislada de un mundo que celebraba las aplicaciones de su invención sin siquiera nombrarla, con seis matrimonios fracasados y deprimida, se recluyó en Miami.
Y en 1997 al ser informada que había ganado el Pioner Award, primero de varios reconocimientos, solo dijo “Ya era hora”.
Murió el 19 de enero de 2000, pidiendo que sus cenizas fueran esparcidas en los bosques de Viena, quedó ahí la mitad; y el resto fue entregado al consistorio vienés para ponerlas en un memorial, pero su hijo no pudo pagar 10 mil euros que le cobraban por la lápida.
Catorce años después, el pasado 7 de noviembre, fueron finalmente colocadas en ese sitio y las autoridades decretaron el día de su nacimiento, 9 de noviembre, como Día del Inventor.
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