CADA QUIEN LO SUYO

Nunca eres responsable de los actos de los demás

Miguel Ruiz 

La humanidad ha adquirido el poder suficiente para acabar consigo misma y con el planeta, pero sigue sin entender de qué se trata ser responsable.

Las responsabilidades de las personas han ido, con el tiempo, adaptándose a los cambios, y siempre con mucha resistencia, pero casi nunca han estado donde tienen que estar verdaderamente.

De ahí que cada vez sea más frecuente y notoria la violencia en todas sus manifestaciones. Se ha intentado encontrar el origen de ésta en la pobreza y su consecuente marginación, en conductas sociales como la discriminación, en fenómenos como la delincuencia, en fallas como la falta de educación y la pérdida de valores, problemas por demás difíciles de subsanar en el mundo moderno, de manera que si no podemos remediar la causa, tampoco lo causado, y en consecuencia lo “normalizamos”. Todo bien por acá.

Pero detrás de todo ello, en la raíz, está el equívoco de la responsabilidad: nadie quiere hacerse responsable de sí mismo. Esto se debe a que hemos sido programados para sentirnos responsables de la felicidad e infelicidad ajena y hacer a los demás responsables de la nuestra. Este es el esquema de ancestrales relaciones en el que se basa la actitud más egocéntrica de los seres humanos: tomarse las cosas a personal: “todo lo que sucede me sucede a mí, todo lo que pasa tiene que ver conmigo”.

Mientras estamos siendo educados, en la infancia, aprendemos a tomarnos todas las cosas a personal porque, efectivamente, existe una etapa de egocentrismo en el desarrollo humano, de la cual, desafortunadamente no sabemos salir, ni en consecuencia enseñar a nuestros hijos a salir de ella.

A partir de la inservible fórmula egocéntrica “tú te haces responsable de mí, yo me hago responsable de ti”, los seres humanos tendemos, inútilmente, a sentirnos culpables por todo o a depositar la culpa siempre en otros.

Ambas formas de sentirse tienen un solo núcleo: la importancia personal que, como víctima o victimario, siempre grita “yo soy el centro del universo”. Y desde ahí reaccionamos, siempre emocionalmente, a todo lo que hacen los demás y lo que sucede a nuestro alrededor. Luego intentamos justificarlo racionalmente.

Así pues, dejar de tomarse las cosas a personal, ese simple cambio, lo transforma todo, y lo único que se requiere es hacerse responsable totalmente de uno mismo, de sus creencias, pensamientos, emociones, actitudes y conductas.

Nada de lo que hacemos es responsabilidad de los demás. Nada. Ni nada de lo que ellos hacen es la nuestra. Nadie tiene la obligación de satisfacer nuestras necesidades, a menos que seamos niños y jóvenes en desarrollo.

Interactuamos para intercambiar aquello que llevamos dentro, y generalmente lo hacemos con quienes llevan cosas similares. Ese intercambio es el que nos sostiene como seres humanos y sociedades, de forma positiva o negativa, constructiva o destructiva.

Puedo intercambiar amor o miedo, ternura u hostilidad, perdón o resentimiento. Lo que no puedo hacer es intercambiar uno por otro. La creencia de que yo puedo dar solo cosas buenas y el otro siempre me devuelve las malas, es de la víctima, una posición que hemos elegido para vivir de nuestra adicción al sufrimiento, y desde ahí manipular.

Cuando alguien nos dice algo y nos sentimos lastimados, no son sus palabras lo que nos hirió, fue el roce de las mismas con la vieja herida que llevamos sin sanar toda nuestra vida. Aun si lo dijo con el afán de lastimarnos, el motivo no somos nosotros, sino su propia vieja herida.

Y esto, por supuesto, adquiere dimensiones macro. Pongamos, por ejemplo, la herida de la injusticia, en la que sentimos que no hemos sido tratados con respeto y que no se nos ha dado lo que merecemos. Esa herida es la hoguera para la leña de muchos políticos que pretenden inflamar los ánimos con intención de satisfacer sus propias necesidades emocionales e intereses.

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El Heraldo de Saltillo
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