No acepte la verdad eterna. Pruebe
F. Skinner
Comencemos haciendo un ejercicio de conciencia: Relájese, cierre sus ojos, respire profundo y dígase: “me siento orgulloso u orgullosa de mi mismo(a) porque…” y elabore una lista, corta o larga, mental o escrita, como elija.
Por ejemplo: soy inteligente, valiente, honesto, pobre, rico, exitoso, muy hombre, muy mujer, generoso, ahorrador, profesionista, autodidacta; o, tengo un buen trabajo, una casa, un coche, muchos o pocos amigos.
Ahora analice su lista y dese cuenta que todo o casi todo aquello por lo que se gusta a sí mismo(a) es lo que su familia, religión, grupo de amigos, comunidad o toda la sociedad a la que pertenece le dicen que “deber ser” y “debe tener”.
Despójese mentalmente de todo ello, ¿quién es usted sin eso? Si tiene una respuesta inmediata, se está mintiendo; si tiene una fácil, está ocultándose la verdad; si prefiere no responderse, está en negación. Lo más honesto es que se diga a sí mismo(a): “no sé quien soy”, a menos que realmente lo sepa, pero eso le habrá llevado años de desarrollo espiritual y meditación. Felicidades en tal caso.
Lo común es que creamos ser lo que nuestra sociedad nos dice que debemos ser, y que eso nos produzca una sensación de vacío, un gran estrés y una enorme ansiedad, porque todo el tiempo estamos tratando de satisfacer las expectativas ajenas y exigiendo que los demás satisfagan las nuestras, lo cual es por demás imposible.
Nuestra sociedad está enferma, con la misma enfermedad que nosotros padecemos cuando juzgamos a nuestros semejantes, evadimos nuestras responsabilidades, le echamos la culpa a otros de nuestra situación, nos importan un bledo los demás y vamos por la vida dañando, generando y contagiando miedo, ira, indignación, morbo, sufrimiento.
Esta enfermedad social se llama normosis, y consiste, en resumen, en un conjunto de creencias y conductas sociales que producen sufrimiento. Erich Fromm lo describió también como una patología de la normalidad en la sociedad contemporánea, cuya fuente es la enajenación de sí mismo: el individuo se conduce de un modo automático e inconsciente que en realidad le es extraño, por lo que le produce una constante incomodidad que tiende a negar, por miedo a dejar de pertenecer y ser rechazado, pero que va creciendo hasta convertirse en sufrimiento existencial.
Abordé la semana pasada las normosis patriarcal, consumista y rutinaria. Hoy añado dos que me parecen las más peligrosas después de la patriarcal: la burocrática y la espiritualista.
La burocrática es la que impone las relaciones mando-obediencia, exige subordinación y sumisión, establece mandatos imperativos, no permite cuestionamientos, no escucha razones, no admite errores ni corrige rumbos. En combinación con la patriarcal, ejerce venganza implacable sobre los disidentes, amenaza a quien disiente, discrimina, descalifica a sus críticos, violenta las normas y los derechos.
Por su parte, la normosis espiritualista impone estructuras mentales provenientes de un credo religioso que también conducen a la sumisión social, como la salvación a través de la pobreza, que implica ideas como “ser pobre es un orgullo”, “ser pobre es ser honrado”, “basta con un par de zapatos y una camisa, ¿para qué quiero más?”.
Si sumamos esta normosis a la burocrática y a la patriarcal, tendremos la base cultural de la mayoría de los pueblos de América. Solo hay que añadirle la normosis bélica, para tener un golpe de Estado, o la revolucionaria, para asumir como natural y aceptable la doble moral, el cinismo de doble lenguaje, la corrupción extendida a la población para esconder la gubernamental, entre otros de los rasgos de las falsas transformaciones políticas.
Ante este panorama, lo único que nos queda es crecer, como personas y como espíritus, para saber quiénes somos realmente, después de despojarnos de tanta falacia social. Es mejor ser nadie que ser lo que nos exigen, porque eso será siempre inalcanzable e injusto, producto de la incapacidad de aceptación de sí mismo y del otro.
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